viernes, 21 de junio de 2013
Elecciones primarias
Elecciones Primarias
Rodrigo Kaufmann P.
Recientemente
se ha aprobado en Chile una ley sobre elecciones primarias, que establece dicho
mecanismo para las elecciones presidenciales, parlamentarias y de alcaldes.
La dictación de
dicha ley fue celebrada como la introducción de un elemento democrático al
interior de las prácticas partidistas. En principio, el diseño de la ley
permite dicha conclusión. La obligación legal para los partidos de aceptar el
resultado de las primarias como vinculante para la designación de sus candidatos
implica un momento legitimador, en el sentido de entregar la decisión sobre la
representación de una determinada posición política a la figura que mayor
consenso genera.
Si se considera
que los partidos políticos cumplen la función de configuración y articulación
de posiciones políticas al interior de la comunidad, permitiendo la formación de
grupos de respaldo para determinadas visiones sobre la existencia común
(política) y la conmensurabilidad de las distintas opciones, la entrega de
poder decisorio a la misma comunidad debería ser vista con aprobación.
Sin embargo,
resulta llamativa la introducción de un mismo mecanismo para la elección de
figuras institucionales tan disímiles como lo hace la ley de primarias
chilenas. ¿Qué implica la aprobación del mecanismo de primarias parlamentarias?
Si se considera,
en términos simples, que corresponde al parlamento (Congreso Nacional) realizar
la dimensión deliberativa de la democracia, es decir, servir como lugar de
expresión de las visiones sobre la existencia común que han logrado los mayores
respaldos al interior de la comunidad en un momento dado, y configurar dicha
existencia de acuerdo a las mismas, entonces la función de las primarias puede
aparecer como problemática.
En primer
lugar, porque, si se está de acuerdo en la función institucional del Congreso
Nacional, entonces es claro que dicha función no puede sino tener consecuencias
para el rol institucional de los parlamentarios. Éste está definido por la
dimensión deliberativa. El resultado es que en el caso del parlamentario, el
sistema presupone la mayor homogeneidad entre quienes expresan una determinada
visión sobre la existencia común. Lo anterior define una reducción al máximo
posible del elemento carismático, en cuanto momento de desarrollo de la
subjetividad. Dicha dimensión tiene mucho mayor cabida, por ejemplo, en el caso
de candidaturas presidencias o de alcalde. Es interesante notar que el sistema
de primarias, al exigir una diferenciación de los candidatos que comparten una
visión de la existencia común, exige en cierto sentido una exaltación
precisamente de la subjetividad del candidato, y una reducción de la dimensión
de la homogeneidad, característica para la función parlamentaria.
Pero en segundo
lugar, la exaltación de la dimensión individual al interior de la función
parlamentaria lleva a la disolución de las estructuras partidistas en
liderazgos individuales. La función democráticamente central de articulación y
configuración de visiones sobre la existencia común que cumplen los partidos
políticos en una comunidad desaparece de la atención institucional, pasando a
ser un mero presupuesto para la participación en las elecciones primarias.
El problema de la democratización de las estructuras
internas es un tema de relevancia central para los partidos políticos; lo es,
sin embargo, porque es necesaria para el adecuado cumplimiento de su función en
la democracia, que se manifiesta especialmente en la función parlamentaria. La
solución de las elecciones primarias desvirtúa dicho rol, bajo el pretexto de
una democratización que, considerada en sí misma, pierde cualquier sentido.
jueves, 20 de junio de 2013
La pregunta que debiera ir antes de la Asamblea Constituyente
La pregunta que debiera ir antes de la Asamblea Constituyente.
Rodrigo Campero T.
Abogado U. de Chile
Desde hace un tiempo, en
distintos niveles y ambientes, se viene hablando de la necesidad de realizar
cambios a la Constitución Política que actualmente nos rige, sobre todo en
materias de régimen político, sistema electoral y quorum de aprobación de leyes
acerca de determinadas materias. Esa necesidad ha permeado en casi la totalidad
del discurso de los distintos actores políticos, al punto que ya no existe
(casi) ninguno de ellos que no reconozca la necesidad de, al menos, efectuar
ajustes, perfeccionamientos o reformas en la materia.
Este discurso es más fuerte
tratándose de los grupos, partidos y candidatos presidenciales de izquierda,
los que abogan por la convocatoria a una “Asamblea Constituyente”, destinada a
generar un nuevo pacto constitucional que desplace al generado en 1980 y
remendado innumerables veces, hasta llegar al nuevo texto refundido del año
2005. Esta iniciativa se ve respaldada fuertemente por distintos movimientos,
ya sean políticos, sociales o académicos, que proponen alternativas que van
desde la “cuarta urna”, “marcar el voto” o bien convocar sin más trámite a la
Constituyente.
A estas alturas, existe consenso
de la necesidad de implementar cambios a nivel constitucional, que permitan
adecuar las reglas de la norma fundamental a los nuevos tiempos sociales. Ahora
bien, donde hay multiplicidad de opiniones es en el mecanismo, pero sobre todo
en el contenido de las reformas. La pregunta central y más importante no
debiese ser cómo cambiar, sino qué cambiar.
Es ahí donde se debiera centrar
el debate y no en sí lo más apropiado es una Asamblea Constituyente, una
Comisión Bicameral o lo que sea. Alguien señaló en la prensa en alguna
oportunidad que una asamblea
constituyente es el perfecto camino para no hacer nada, y creo que la frase
tiene mucho sentido, y mucho de verdad, en la medida que quienes promueven esa
clase de mecanismos no expliciten cuáles son
los cambios que se le quieren proponer al país.
En definitiva, no basta con
enunciar conceptos amplios como “justicia”, “igualdad”, “nacionalización”,
“gratuidad”, etc., si no se expone y propone de qué manera tales ideas se
plasmarían en un nuevo texto constitucional. No se trata, naturalmente, de
explicar como irían escritos los nuevos artículos, pero sí de
dar a conocer de manera concreta y sincera, los lineamientos y propuestas que
se sustentan en dichos conceptos tan amplios, y que por lo mismo, pueden
significar mucho como también pueden significar nada.
Esas aclaraciones, indispensables en un debate sincero, no sólo irían en beneficio de quienes propugnan esas acciones, sino que además contribuirían a un intercambio responsable, fundado y no populista, donde todos los actores podrían hacerse cargo de los argumentos contrarios y de sus propias posiciones.
viernes, 10 de mayo de 2013
Estabilidad, Democracia y Constitución
Javier Wilenmann von Bernath (*)
La defensa de la Constitución de 1980 frente a la posibilidad de su
reemplazo tiene pocos argumentos a su favor. En general, su defensa funciona
más bien sobre la base de la invocación de imágenes (¿Venezuela, Ecuador o
Estados Unidos?), que sobre la presentación de argumentos. Uno de los pocos
argumentos que, sin embargo, es posible advertir constantemente entre
políticos, juristas y editoriales de periódicos que pretenden defenderla, es
que más allá de sus pecados de origen, la Constitución de 1980 habría sido un
garante de estabilidad desde 1989.
La popularidad del argumento de la estabilidad lo ha convertido en un
argumento reducido a una palabra y, precisamente por ello, con contenido
indeterminado. Existen varias formas en que la Constitución de 1980 puede haber
otorgado “estabilidad” al país. La primera de ellas, la más evidente, es
impidiendo cualquier cambio relevante a la conformación procedimental de la
democracia y a las normas sustantivas de las instituciones, esencialmente
configuradas durante la dictadura. Bien puede decirse que la Constitución de
1980 ha impedido realizar cambios radicales al sistema de financiamiento y
administración de la educación, al régimen tributario o a las propias reglas
sobre elección de cargos políticos y distribución de competencias. Al
encontrarse algunas de estas normas en el propio texto constitucional y ser
otras objeto de Leyes Orgánicas Constitucionales, todas estas materias no
pueden cambiarse sin un “amplio consenso” al respecto. Y, dado que tanto las
reglas sustantivas como las reglas que impiden cambiarlas tienen un origen
común sin legitimación democrática, ello implica en lo esencial que la
Constitución de 1980 ha obligado a mantener una forma de configuración de las
instituciones que, en lo esencial, ha sido “estable”.
Esta forma de comprensión normativa del argumento de la estabilidad
constituye, por supuesto, un argumento contra
y no a favor de la no modificación radical de la Constitución de 1980.
Precisamente el argumento en contra
de ella, es que constituye un instrumento de perpetuación contra-mayoritaria de
instituciones nacidas en la dictadura, incluyendo a las propias reglas de
cambio del sistema. Porqué ello habría de ser considerado bueno, es algo que no
puede ser justificado.
Quienes defienden la Constitución de 1980 suelen invocar la práctica
comparada para intentar demostrar como los sistemas constitucionales tienden a
consagrar sus propios mecanismos de estabilidad, a través de reglas que
dificulten efectuar algunos cambios. Las constituciones típicamente (podría
decirse: casi siempre) consagran reglas que evitan su simple modificación por
regla de la mayoría. Hay, por cierto, buenos argumentos para que ello sea así.
Al extremo, la democracia se protege de esta forma de su propia auto-disolución
o, al menos, del bloqueo a sus propias condiciones procedimentales de posibilidad.
Típicamente, las constituciones tienden también a consagrar áreas de interés
individual sustraídas a su disponibilidad. Sin ser unánime, existe consenso en
la consagración de limitaciones a la capacidad de disposición normativa en
ámbitos de protección de la democracia y derechos fundamentales. Lo que posibilita
ese consenso no es, sin embargo, la “estabilidad” que pretende consagrar la
Constitución de 1980 – estabilidad institucional sustancial –, sino sólo
estabilidad procedimental, precisamente para permitir que la confección
constitucional se encuentre completamente legitimada por una práctica política
democrática. La Constitución de 1980 posibilita, en cambio, un tipo de
estabilidad incompatible con esa expectativa, a saber, la sustracción a la
deliberación política de aspectos que no se encuentran vinculados ni a los
procedimientos democráticos, ni a derechos fundamentales.
El argumento de estabilidad, interpretado institucionalmente, es, por
ello, absurdo. El tipo de estabilidad que intuitivamente se invoca para
defender a la Constitución de 1980 tiene que ser otro. Ese otro tipo de
estabilidad no vendría dado directamente por la Constitución de 1980, de la
forma en que la estabilidad institucional lo es, sino sólo mediatamente: la Constitución
de 1980 habría permitido estabilidad económica. La utilización del concepto de
estabilidad también aquí parece imprecisa. No es que la economía chilena no ha
haya tenido cambios en estos más de 20 años, sino que, gracias a la
Constitución de 1980 habría tenido un buen desempeño. “Estabilidad” aparece así
como una designación oblicua de “generación de bienestar económico”. La
Constitución de 1980 se justificaría así por una especie de utilitarismo
economicista: sin Constitución de 1980, habríamos crecido menos, con
Constitución de 1980, hemos crecido más. No es demasiado aventurado considerar
que lo que la derecha aprecia tan abiertamente como “estabilidad”, es el
crecimiento que ha tenido la economía chilena y que, aquello que teme como
“desestabilización”, es su supuesta disminución radical.
A diferencia de la primera interpretación del argumento, de ser
correcta la existencia del vínculo mediato entre buena marcha de la economía y
Constitución de 1980, éste tendría alguna plausibilidad. La generación de
bienestar económico no puede ser visto como un mal y, en general, tiende a
tener peso político considerable. No es casual que la derecha base parte
importante de su estrategia política en el establecimiento de este vínculo: sin
ella, no habría bienestar, por lo que los cambios implican eliminación (o
reducción) del bienestar. Considerado de cerca, el argumento no tiene, sin
embargo, poder de convicción.
En primer lugar, el argumento funciona presentándose a sí mismo como
aplicación causal evidente: el supuesto vínculo mediato simplemente tendría lugar. No es casual que el
argumento tenga la forma si no x, entonces no y, por lo que y tiene lugar
gracias a x. Pero la existencia de ese vínculo causal, como en todo argumento
de causalidad difuso – algo siempre explotado en los discursos economicistas –,
es indemostrable. No es evidente que la generación de cambios institucionales
relevantes tenga un efecto económico contraproductivo, de la misma forma en que
no es evidente que la institucionalidad de 1980 tenga efectos decisivos sobre
el crecimiento de la economía chilena. El tipo de factores que influyen en la
producción de un estado de cosas complejo como el “crecimiento económico” tiene
una magnitud cuantitativa inmanejable, por lo que los argumentos de atribución
causal de su producción tienen que funcionar desconsiderando todos o buenas
parte de los otros posibles factores que inciden en la producción del estado de
cosas complejo. Eso hace que el establecimiento del vínculo sea, en casos no
claros – es obvio, en cambio, que la reducción por 10 del precio del cobre
tendría efectos nocivos en el bienestar material de Chile –, más bien un salto
de fe.
Aún asumiendo hipotéticamente que existe alguna clase de vínculo entre
“estabilidad económica” y el mantenimiento de la Constitución de 1980, el
argumento depende de una justificación utilitaria. Presupone que un estado de
cosas es siempre preferible a otro, si el estado de cosas en cuestión puede ser
reconstruido implicando mayor bienestar general. Esa es – vulgarmente descrito
– la asunción básica del utilitarismo. Que un principio de legitimación de esa
forma sea justificable, es por cierto conflictivo – tomado en serio, éste lleva
a una forma radical de igualitarismo material –, pero también puede ser asumido
para efectos de evaluación del argumento. Como todo argumento utilitarista,
éste es permeable a consideraciones de utilidad marginal. Es decir: no se trata
de contabilización bruta de riqueza – es indudable que la riqueza bruta de
Chile ha crecido enormemente en estos más de 20 años –, sino de contabilización
de la incidencia de la generación de la riqueza en el bienestar de la
población. Pero la incidencia del valor abstracto del dinero en cada persona
depende del resto de su patrimonio: el bienestar obtenido con x por un pobre es
muy superior al bienestar obtenido por el rico con x. A diferencia del
crecimiento bruto de la riqueza, no es evidente que el bienestar general haya
aumentado en la forma más óptima posible en estos 20 años. Es además mucho
menos evidente, que las condiciones de generación de bienestar futuro se hayan
optimizado. El caso de la educación lo demuestra de forma elocuente: el sistema
chileno ha sido sumamente exitoso en permitir que las clases privilegiadas
mantengan y aumenten su propia ilustración, pero no ha sido particularmente
exitoso es extender la ilustración más allá de las clases privilegiadas. La
educación pública (es decir, en buena parte, la educación de las clases no
privilegiadas), ha sido por un buen tiempo abandonada. Y el sistema de la
Constitución de 1980 hace que su modificación radical sea improbable.
La consideración crucial contra el dudoso argumento de la estabilidad
es, en cualquier caso, legitimatoria. Bien puede ser que un utilitarismo
economicista presente un atractivo en la elección de posibilidades de
conformación política. Si la comunidad, sin embargo, prefiere organizarse de
una forma en la cual la generación de riqueza bruta e incluso de bienestar
material sea inferior a aquella posibilitada por otra organización posible –
por ejemplo, por una forma de organización con estándares de justicia
distributiva mejor satisfechos –, entonces la elección de la organización
“óptima” sólo puede ser expresiva de paternalismo o autoritarismo (en sus
mejores versiones; en los hechos, es probable que sea más bien defensa de
intereses propios), esto es, de imposición de una decisión ajena. Bajo la
Constitución de 1980, ningún estado de cosas puede ser leído como elección
libre, ni siquiera un estado de cosas que pueda presentarse a sí mismo como
“preferible” o “bueno”. Teniendo en cuenta que, además, la organización
institucional y aquello que ella posibilita tienen su origen en decisiones
tomadas en dictadura, todo admite ser leído procedimentalmente como imposición.
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