lunes, 31 de mayo de 2010

Sobre el Diario La Nación

Rodrigo Campero Tagle(*)


En general, los medios de comunicación ligados al Estado siempre han sido objeto de polémicas, y en el caso del periódico “La Nación”, dicha premisa se cumple al pie de la letra. Catalogado como la voz del oficialismo por algunos, como órgano de propaganda por otros y como alternativa a los medios tradicionales por otros cuantos, dicho periódico se ha caracterizado por adoptar una línea ciento por ciento afín al gobierno de turno, sacrificando calidad – afirmación siempre discutible por cierto - en aras de la comunicación de los objetivos y programas de los inquilinos de La Moneda que correspondan.

Ahora bien, la imparcialidad es una idea que no necesariamente debe presidir los esfuerzos llevados a cabo por un medio de comunicación. Probablemente las nociones de imparcialidad, objetividad e independencia son atributos deseables con el objeto de lograr credibilidad frente a los lectores y al público en general, lo cual no implica que un medio de comunicación deba ser siempre imparcial. Cada dueño de medio de comunicación es libre de adoptar el enfoque y línea editorial que estime más funcional a sus propios intereses y objetivos, asumiendo como riesgo propio la imparcialidad o la falta de ella.

Sin embargo, el asunto no es tan claro cuando la propiedad – o el capital – de determinado negocio no pertenece a un particular, sino que se encuentra en manos del Estado, como ocurre en el caso de “La Nación”. Es decir, cuando el riesgo no lo corre un individuo o conjunto de individuos particulares, sino que recae en aquella difusa comunidad conocida como “los contribuyentes”: el riesgo de todos es el riesgo de nadie. En dicho caso no parece tan trivial sacrificar calidad (o ingresos), en pos del voluntarismo del propietario. Por esto, surge la inquietud acerca de si la extensión del derecho del gobierno de fijar una línea editorial de un medio de comunicación de propiedad pública es tan amplia como la libertad de un propietario de un medio de comunicación privado.

En razón de la inquietud expuesta, pueden formularse al menos las siguientes interrogantes: (i) ¿Se justifica que un gobierno democrático controle un medio de comunicación escrito? y (ii) ¿Puede la línea editorial de un medio de comunicación público ser fijada en forma discrecional?

En primer lugar, para encontrar una justificación al control de La Nación por parte del gobierno, debe atenderse a la utilidad o beneficio que con ello se busca, sea económico o de otra naturaleza. Desde el punto de vista económico la utilidad es dudosa, por cuanto se sabe que “La Nación”, como empresa, es deficitaria, sosteniéndose con los ingresos generados por el Diario Oficial. Ahora bien, desde el punto de vista comunicacional o estratégico, el beneficio para el gobierno es mayor, atendido el uso propagandístico que este hace del medio en comento, ensalzando las obras propias y denostando las ajenas, muchas veces en forma absolutamente discrecional e injustificada. Sólo desde esta última perspectiva puede decirse que “La Nación” es una empresa rentable. Sin embargo, dicha rentabilidad resulta ser espuria, por cuanto el uso que el gobierno hace del diario constituye una verdadera competencia desleal contra los demás grupos políticos que no cuentan, al menos explícitamente, con los recursos económicos y personales para hacer frente a la avalancha comunicacional proveniente de Palacio.

En segundo lugar, atendida la propiedad pública del medio de comunicación en comento, parece completamente arbitrario que las noticias a cubrir, la oportunidad de su publicación o presentación al público y la profundidad de su cobertura (en síntesis, la línea editorial del diario), sean definidos por un directorio designado en forma unilateral e inconsulta por el gobierno central. En atención a su carácter –y financiamiento- público, lo razonable sería que la composición del directorio quedara entregada a criterios que garantizaran pluralismo y autonomía, cuestión que claramente no ocurre en la especie.

Así las cosas, no parece justificado que el Fisco continúe siendo accionista mayoritario de la empresa “La Nación S.A.”, al menos en las condiciones actuales, donde estando involucrados recursos públicos, no se respetan principios mínimos de eficiencia, autonomía y pluralismo. Por dicha razón, pareciera ser aconsejable que el Estado se desprendiera de su participación en dicha empresa, empleando los recursos antes utilizados en el periódico en satisfacer otras necesidades más urgentes y que arrojen mayor rentabilidad, al menos en términos sociales.

(*) Abogado. Universidad de Chile.

domingo, 16 de mayo de 2010

Sobre el Conflicto de Intereses Públicos y Privados: una respuesta a Rodrigo Campero

Rodrigo Kaufmann Peña(*)

Visto en forma simplificada, el conflicto de intereses está dado por una situación en la que existen razones que justificarían decidir un asunto en formas distintas o derechamente contradictorias. En el ámbito público, el conflicto de intereses generalmente se refiere a la situación en la que se encuentra un miembro del aparato estatal, que debe tomar una decisión en ejercicio de sus competencias públicas, pero que influiría o podría influir en sus intereses en cuanto particular. Concretamente, los intereses contrapuestos están dados, entonces, por aquéllos que pertenecen a la esfera del ámbito de competencia de quien deba tomar la decisión, y aquéllos que pertenecen a la esfera privada de quien ejerce el cargo público. El problema no es menor: es la legitimidad del aparataje estatal la que está en juego. En efecto, si es que existen buenas razones para creer, que determinados personeros públicos toman en consideración su mejor interés personal en la toma de decisiones que en cuanto tales les corresponden, entonces habrá también buenas razones para creer que el aparato estatal ha dejado de cumplir con las finalidades que le son propias, y que justifican, finalmente, su existencia.

El conflicto se da, entonces, en virtud de los diferentes roles que cumple un mismo individuo: por una parte, es un personero público, que está llamado a tomar decisiones que permitan la consecución del “bien común” (art. 1 de la Constitución Política de la República); por la otra, un individuo con un proyecto de vida y que persigue su propio bienestar. El primero, abstracto y aséptico; el segundo, por el contrario, concreto y situado.

La solución al conflicto planteado pasa, en mi opinión, precisamente por reflejar, mediante mecanismos institucionales, la separación de roles que ha sido señalada: el individuo concreto no debe ni puede tener cabida en el rol de personero público. La solución es deseable no necesariamente porque deba estimarse que cualquier persona que se vea enfrentada a un conflicto de intereses, optará por privilegiar sus intereses particulares por sobre los públicos (sin perjuicio que tal sea, en definitiva, el mayor peligro que el conflicto de intereses presente), sino que también porque es importante que exista la percepción que los roles no pueden entrar en conflicto: la teoría de las apariencias permite sustentar la legitimidad democrática de un Gobierno.

¿Pero cómo se puede separar ambos roles? Rodrigo Campero estima que la discusión al respecto, debe girar en torno a la generación de mecanismos institucionales que impidan que los intereses privados se antepongan a los públicos. Sin duda que de eso se trata. Para la mayoría de los casos, considero que una solución razonable es la del principio general de la abstención. Un personero público debe abstenerse de intervenir en cualquier asunto, sometido a su ámbito de competencia, que pueda tener influencia en respecto de sus intereses particulares. En ese sentido, no debería ser permisible, por ejemplo, que un juez decida un asunto que puede tener influencia respecto de sus asuntos particulares. En el mismo sentido, el Jefe Superior de un Servicio Público, podrá abstenerse de influir en cuestiones que toquen sus intereses privados. El principio permite un grado de tolerancia en cuanto a hacer compatibles el ejercicio de la función pública y el respeto al ámbito privado, y puede aplicarse con éxito, asumiendo, desde luego, que los intereses privados no sean tales, que no permitan el adecuado ejercicio de las competencias públicas.

Respecto del Presidente de la República, sus colaboradores más directos y los legisladores, quienes han sido elegidos en votación popular, tal principio resulta, en todo caso, inadecuado. En efecto, tal como lo establece el artículo 24 de la Constitución Política, el Presidente de la República es el “Jefe Del Estado”. Sobre él pesa la responsabilidad de la conducción política; tal ha sido el mandato que le ha encomendado la Nación al elegirlo, y tal también su compromiso al presentarse como candidato. En atención a lo anterior, no parece adecuado que ni él, ni sus directos colaboradores, decidan abstenerse de conocer determinados asuntos, delegando la decisión en personas que no necesariamente cuentan con su legitimidad democrática. Lo mismo puede afirmarse respecto de los legisladores. En atención a lo anterior, la posibilidad de hacer compatibles la esfera pública y la privada se reduce a un mínimo. Respecto de personeros con esta posición especial, la solución debe ser la de primacía absoluta de la función pública. Tal situación debe reflejarse en los mecanismos institucionales aplicables a estas posiciones públicas.

Lo anterior no implica dividir, como lo ha afirmado Rodrigo Campero, a los ciudadanos en un orden senatorial y un orden ecuestre, limitando las posibilidades de participación política. Más bien, se presenta como consecuencia natural y obvia de una decisión personal y libre: la de participar en el mundo público. El desconocer las limitaciones y responsabilidades que ello conlleva, implica no comprender el sentido de la democracia representativa y poner en riesgo la legitimidad política de las decisiones que se tomen. Chile tiene, en ese sentido, un largo camino por andar todavía.

* Egresado de Derecho, Universidad de Chile. Ayudante del Departamento de Derecho Privado en la misma Universidad.

Sobre el Conflicto de Intereses Públicos y Privados

Rodrigo Campero Tagle (*)

La agenda pública ha sido ocupada durante las últimas semanas por el debate acerca de los “conflictos de intereses” y sobre como la existencia de ellos afectaría la gestión de las nuevas autoridades del país, en el entendido que dichos conflictos podrían afectar la imparcialidad de éstas en la toma de decisiones en el ejercicio de su función pública.

Más allá del debate acerca de la existencia real de dichos conflictos de intereses, y acerca de la relevancia de los mismos, cabe preguntarse en forma previa si es posible evitar la existencia de dichos conflictos, o en caso contrario, discutir la forma en como debiesen ser manejados, en orden a cautelar la preeminencia del interés público sobre el orden privado, en aquellos ámbitos donde lo deseable no fuere lo contrario.

El hombre no vive en el vacío, sino que en contextos sociales, territoriales y culturales determinados. Esto lleva a que necesariamente el hombre no tenga relaciones interpersonales del tipo asépticas, sino que muy por el contrario, durante el libre desarrollo de su existencia elegirá opciones, tomará decisiones y manifestará preferencias, con consecuencias de distinta relevancia en las relaciones que este sostenga en los diversos planos de la vida social. Las infinitas consecuencias de las decisiones del ser humano, llevarán a que exista siempre la opción que el interés personal colisione con el interés de un tercero. Surgirá, entonces, el conflicto de intereses, el cual debería resolverse -idealmente- por medio de las reglas que informen el ámbito donde incide el conflicto.

Trasladado lo anterior al ámbito político, el conflicto de intereses surgirá cuando los beneficios que teóricamente podría percibir una autoridad de un asunto privado -entendiendo asunto en su sentido más amplio posible, es decir no limitado a la noción puramente mercantil- puedan incidir o determinar el curso de una decisión que esta deba adoptar en el ejercicio de su magistratura, con detrimento del interés público.

La existencia de conflictos de intereses es una consecuencia necesaria del funcionamiento del sistema democrático y en particular de la llamada “alternancia en el poder”. En efecto, lo usual es que el grupo político derrotado en las elecciones sólo pueda optar a un número reducido de cargos en el aparato público, usualmente escaños parlamentarios, en contraste con el oficialismo victorioso, que podrá ubicar a un gran número de sus partidarios en numerosísimos puestos de la administración pública en razón de su triunfo electoral. Así, a gran parte de los cuadros de la oposición no les quedará más opción que desarrollar actividades productivas de índole privada, a la espera de, en el futuro, optar nuevamente a acceder al poder, presentándose el conflicto de intereses cuando dicha aspiración futura se vuelve realidad. En síntesis, la existencia de conflictos de intereses es consecuencia de la posibilidad que el sistema democrático entrega a todas las personas de participar en su funcionamiento, ejerciendo su derecho a elegir y a ser elegidos.

Por tanto, parece ser errado centrar el debate en la existencia de conflicto de intereses que pudiese afectar a determinada autoridad, toda vez que desde una perspectiva realista estos siempre podrán existir, como consecuencia de las dinámicas descritas más arriba. No parece justo dividir a los ciudadanos en un orden senatorial y en un orden ecuestre, ni en ningún estamento o casta, en el entendido que en un sistema democrático la participación no le puede ser negada a nadie, a menos que concurriesen muy justificadas razones para decidir lo contrario (Por ejemplo, sanciones penales de inhabilitación). Por lo tanto, si queremos reconocer el derecho de toda persona a participar en la actividad pública, debemos aceptar la posibilidad que a dicha persona le afecte un conflicto de intereses públicos y privados, no debiendo nadie escandalizarse por ello.

En razón de lo anterior, la discusión debiese discurrir por otro plano, debiendo analizarse las formas más apropiadas para evitar que la autoridad anteponga, al momento de tomar una decisión, el interés privado al interés público, cuando estos fueran contradictorios. En ese sentido, el principio rector debiese ser el de la absoluta transparencia, combinado con la privación a la autoridad afectada de la administración de sus valores cuando estos estuviesen insertados en mercados regulados. Todo lo anterior complementado con la creación de una institucionalidad independiente, que le entregue garantías tanto a la autoridad fiscalizada como la sociedad en su conjunto.

Independientemente de la modalidad de control elegida, no cabe duda que el tema debe ser tomado muy en serio, por cuanto lo que está en juego es, ni más ni menos, la calidad de la democracia.

* Abogado U. de Chile