miércoles, 29 de junio de 2011

La desigual competencia en materia de educación superior

Rodrigo Campero Tagle (*)



“Fin a la privatización de la educación” y “término del lucro”, son las consignas que han dominado las manifestaciones estudiantiles que han tenido lugar con gran fuerza las últimas semanas. Ahora bien, no queda claro, al menos en forma evidente, cual es el contenido de los mencionados planteamientos. Lo único que parece quedar claro, es que calidad y equidad en la educación se opondría a lucro y privatización.

La pregunta, por tanto, sería la siguiente: Calidad y equidad, ¿son conceptos opuestos a una  educación de mercado?

En la presente columna se tratará únicamente el aspecto relativo a la calidad de la educación y su relación con el ánimo lucrativo de los prestadores de la misma, binomio que se suele vincular a las universidades privadas, algunas de las cuales no cumplen con los estándares que se les debiese exigir a una institución de educación superior.

En primer lugar, cabe señalar que las universidades privadas cumplen un importante rol en la ampliación de la oferta educacional, convirtiéndose en herramientas de promoción social, incorporando al sistema de educación superior a muchas personas que, por deficiencias en su formación escolar -verdadera raíz del asunto-, no logran alcanzar los puntajes para cursar las carreras ofrecidas por las universidades tradicionales.

Ahora bien, es indudable que la explosión desregulada de la oferta de educación superior trae aparejada un inevitable problema, que es el aseguramiento de la calidad de la misma. No existen incentivos para el dueño de la universidad de invertir fuertemente en investigación, ciencia o desarrollo, ya que se trata de costos que no maximizarán su rentabilidad, al menos en forma tangible.

Por el contrario, una universidad estatal tiene, más que incentivos, un verdadero mandato respecto de la entrega de una educación de calidad. Esto, debido que corresponde al Estado el deber de fomento cultural de la sociedad, por medio del desarrollo del conocimiento y de la ciencia.

La falencia que presenta la institución privada tendería a desaparecer en un mercado que funcionase correctamente, puesto que una universidad que ofreciera un producto de baja calidad, sería desplazada por otras instituciones prestadoras de una formación de excelencia. En dicho caso, al prestador privado no le quedaría más opción que elevar la calidad del bien producido, con el objeto de mantener la percepción de sus rentas.

Sin embargo lo anterior no ocurre, ya que la competencia que permitiría la eliminación de los malos actores del sistema no existe, debido a los obstáculos que impiden a las universidades públicas operar en un pie de igualdad en relación a sus pares privadas, como lo son por ejemplo las limitaciones en cuanto al financiamiento y el entramado administrativo -más denso- a las que están sujetas.

Esta desventaja constituye una competencia desleal entre instituciones públicas y privadas: ¿Por qué las universidades privadas no están sujetas a las mismas restricciones que las estatales, o bien por qué las públicas no gozan de las mismas facilidades que sus pares privadas, si se supone que el bien producido es el mismo?

Lo anterior termina por provocar el peor de los mundos: no existe premio ni apoyo para los buenos, pero tampoco existe castigo para los malos.

Parece ser que una aproximación para la solución del problema debiese ser poner término a las restricciones arbitrarias que afectan a las universidades estatales, particularmente en lo que se refiere a su financiamiento. De esta forma, no sólo se fortalecería la educación pública sino que además mejoraría la calidad del producto como consecuencia de la mayor intensidad de la competencia, con lo cual el peor de los mundos desaparece al quedar todos los actores jugando en un campo más parejo.


(*) Abogado, Universidad de Chile.