miércoles, 16 de enero de 2013

Las Minorías en la Nación

Javier Wilenmann von Bernath (*)

El conflicto entre agricultores y comunidades mapuches en la zona centro-sur de Chile admite ser leído, ante todo, como un típico conflicto de tierras. En los conflictos de tierras, típicamente los grandes poseedores de éstas son agredidos por sujetos cuya identidad política se define precisamente por la no posesión “justa” de tierras. Típicamente, el poseedor (aquí: el agricultor) tiene al derecho abstracto de su lado: él es propietario. Toda reivindicación de tierras es un llamado a negar su derecho y, por ello, el derecho. Todo acto físico que se lleve a cabo en sus tierras puede ser, de esta forma, presentado como agresión. La atribución de roles “agredido” y “agresor” descansa en esta asignación de posiciones jurídico-formales.

Al mismo tiempo, el agresor tiende a entenderse (en muchos casos: correctamente) como una víctima del derecho formal. El derecho formal no sólo lo perjudica actualmente, negándole cualquier pretensión sobre la tierra que reclama, con independencia de que la parte de la tierra reclamada sea mucho más importante para él que para el poseedor – eso es, después de todo, el derecho: una abstracción de consideraciones reales de intereses en la determinación de lo que le corresponde a cada uno –, sino que típicamente el derecho lo perjudicó formalmente al asignarle la tierra al poseedor: ésta tiende a venir de privilegios heredados, los que a su vez tienden a provenir de actos formalmente válidos, pero materialmente abusivos. Quienes reivindican tierras tienden a aparecer o presentarse, por ello, como “víctimas del derecho”.


La extensión de la tierra y la generación de representaciones de violencia justa en ambos lados, tienden a hacer, a su vez, que los conflictos de tierra se transformen en conflictos de violencia privada. La policía (urbana) apenas puede intervenir en conflictos de esta clase y el Estado no tiene otros mecanismos de prevención ordinarios que no sean aquellos provistos por la policía. Parte del peligro de los conflictos de tierra proviene de esta consideración material de su identidad.


El así llamado conflicto mapuche tiene, sin embargo, una segunda forma de ser leído. Frente a la lectura material como conflicto de tierras, el conflicto mapuche tiende a ser leído como conflicto simbólico (de reconocimiento). La “causa mapuche” descansa en esta tensión: por una parte, se plantea como un llamado al Estado a satisfacer pretensiones distributivas-materiales (tierra, trabajo, educación, recursos). Por otra parte, se plantea como expresión de diferencia frente al Estado-nación chileno (“el Estado chileno ha oprimido históricamente al pueblo mapuche”, manifestando de esta forma una relación de no inclusión entre los conceptos de “Estado chileno” y “pueblo mapuche”). Una parte de las razones que sostienen la pretensión distributiva se asientan, paradojalmente, en la negación del sujeto al que se hace el llamado a la satisfacción de la pretensión distributiva: tierras y recursos deben ser entregados, porque no somos chilenos y el Estado chileno nos quitó injustamente lo nuestro. La existencia de esta contradicción aparente no debiera sorprender. Después de todo, la pretensión material de la causa mapuche descansa precisamente en la posibilidad de romper el derecho formal. Pero la dimensión simbólica del conflicto puede hacer aparecer atractiva la posibilidad de centrarse en ella y utilizarla como vía de solución del mucho más difícil problema de las tierras. El conflicto mapuche no requeriría, así, más que de la entrega de reconocimiento formal (disposiciones constitucionales) y algunas formas de incentivo de la cultura minoritaria. Por lo que se ha escuchado en los últimos días en la prensa, el Gobierno y la derecha parecen haber internalizado esta forma de comprensión del conflicto – típicamente radicada en la izquierda –. Creer que ello permite solucionar por sí sólo un conflicto de tierras, no es, sin embargo, sólo ingenuo, sino que en sus propios términos errado. Quien procede de esta forma divide artificialmente dos cuestiones que no deben ser divididas.


El planteamiento de diferencia de identidad que subyace a parte de la causa mapuche, se entiende sólo por oposición frente a la idea de configuración del Estado alrededor de la cultura nacional. El Estado es la comunidad y la comunidad sólo puede ser conformada por algo que reconozca identidad colectiva. Existen básicamente dos formas en que esta idea puede ser entendida: como llamado de conformación de comunidad política o como llamado a la conformación de una comunidad cultural, con todas las configuraciones intermedias que sean pensables. Las revoluciones burguesas (efectuadas “desde abajo”) del siglo XVIII descansan esencialmente en una representación tendiente a la idea política. Este es, ante todo, el origen de la identidad nacional francesa producto de la Revolución. Los movimientos nacionalistas del siglo XIX y las “revoluciones” surgidas de ellos (efectuadas “desde arriba”) descansaban, en cambio, en una representación esencialmente culturalista. Por supuesto, en ninguno de los dos casos, el curso de la configuración del Estado-nación fue marcado de forma puramente voluntarista como imposición de representaciones ideales. La generación política de la nación republicana francesa se vio, en parte, aliviada por la posibilidad de acoplarse a un territorio estatal que, en lo general, ya se encontraba sometido a un gobierno común, mientras que la generación de una idea de nación alemana sólo podía, por ello, tener como rasgo de identificación la cultura (“allí donde la lengua alemana suene”). En ambos casos, política y cultura podían presentarse como razones de una identificación común que no sólo pudiera ser percibida, sino querida. La pertenencia a la gran tradición republicana francesa o la pertenencia al mundo conformado por el gran espacio de comunicación alemana, sólo podían servir a la generación de un Estado-nación de lograr ser percibidos como algo no sólo existente, sino querido y que, por ello, requería de reconocimiento formal (y no sólo de existencia material). Ese reconocimiento formal (“ustedes son parte de nuestra comunidad”) sólo puede ser verdaderamente reconocimiento, y no simplemente imposición, si es querido por todos los partícipes de la relación.


Qué forma haya adoptado el (extraño) Estado nacional chileno en el contexto de la (aún más extraña) diversidad de Estados naciones en Latinoamérica, así como las razones de su conformación, es irrelevante aquí. Sea o no razonable, la historia formó una comunidad (formal) nacional llamada Chile, la que ha sido denunciada como “ajena” por la causa mapuche. La expresión de ajenidad de comunidades respecto de la Nación no es (sólo) una expresión descriptiva, sino al mismo tiempo una declaración volitiva. Una comunidad que declara no pertenecer al Estado en el que se encuentra, no manifiesta con ello algo que pueda ser percibido, sino más bien no encontrar razones para formar parte de la Nación. Esas razones pueden, por cierto, ser culturales o históricas. En los conflictos nacionalistas europeos de fines del siglo XIX y principios del siglo XX (así como en los conflictos que subsisten, por ejemplo, en España), esas razones eran dominantes. En el caso del conflicto mapuche, la asignación de relevancia a esta dimensión parece ir creciendo. A esta comprensión del conflicto la aqueja, sin embargo, cierta falta de verosimilitud: las comunidades mapuches tienden a hablar español chileno (como lengua materna o, al menos, como segunda lengua completamente fluida) y la mayor parte de la población mapuche tiende a participar completamente de nuestra forma de comunicación. Aún más: la identidad "chilena" no sólo manifiesta una relación cultural con la identidad mapuche, sino que tiende a intentar identificarse con ella y (de forma completamente inverosímil, pero muy expresiva) a acoplar su historia a la historia del pueblo mapuche y los otros pueblos originarios del territorio de Chile. La designación de los españoles como “conquistadores” y la identificación nacional con el lado indígena durante la conquista – típica en la enseñanza escolar de historia en Chile – (ustedes nos conquistaron y exterminaron!), es una representación tan extendida como incorrecta en la cultura latinoamericana (a diferencia completa de la cultura norteamericana). Por cierto, el fenómeno del mestizaje hace que la identificación étnica no sea completamente errada (y, en eso, la identidad latinoamericana se deja distinguir correctamente de la identidad norteamericana), pero esconde el hecho que la cultura latinoamericana es la continuación de la cultura de la conquista y no de los conquistados.


Todas esas formas de acoplamiento cultural muestran, de lado y lado, como la expresión de ajenidad de ciertas comunidades mapuches, no pueden ser correctamente entendidas simplemente como expresión de diferencia cultural. Antes, su planteamiento precisamente en relación con un conflicto no simbólico (el conflicto material por tierras), muestra que se trata de una declaración global de imposibilidad de reconocer razones para participar de la comunidad. Quien cree haber sido desprovisto de sus tierras, ser discriminado y que parte de su cultura no es reconocida por la comunidad, puede creer al mismo tiempo que no tiene razones para participar de esa comunidad (que lo ha desprovisto de tierras, lo ha discriminado y no ha reconocido parte de su identidad), esto es, no sólo ve buenas razones para no representarse como comunidad de historia, sino también para entender que la conformación de una comunidad de destino con la Nación que reclama su pertenencia, sólo lo perjudica. Por eso, la idea de que el conflicto se puede dejar resolver simplemente declarando a las comunidades mapuches como parte de la Nación en la Constitución y algunos otros reconocimientos simbólicos, es ingenua (y puede ser, al mismo tiempo, mezquina, astuta). Mientras no puedan reconocer razones para integrar la comunidad, esas expresiones admiten ser leídas como imposiciones desde afuera, esto es, como expresiones de una integración no solicitada y, por ello, inexistente. Al entregar reconocimiento nacional, no puede tratarse sólo de mostrar simbólicamente que creemos que las comunidades mapuches participan de la conformación de nuestra identidad (esto es, de nuestra comunidad de historia) – la historia mapuche puede ser siempre presentada como definida por oposición a “nuestra historia” chilena –, sino de que existen buenas razones para que la comunidad mapuche misma participe de la comunidad en vista de su destino. En otras palabras: el tratamiento  simbólico del conflicto encierra el peligro de ser "puramente" simbólico y, por lo mismo, vacío. Tienen razón quienes creen que detrás del conflicto mapuche existe una pretensión de reconocimiento, pero es errado creer que su satisfacción es exclusivamente comunicativa.

(*) Abogado, Universidad de Chile. Profesor Facultad de Derecho Universidad Adolfo Ibáñez.