Javier Wilenmann von Bernath (*)
El conflicto entre agricultores y comunidades
mapuches en la zona centro-sur de Chile admite ser leído, ante todo, como un
típico conflicto de tierras. En los conflictos de tierras, típicamente los
grandes poseedores de éstas son agredidos por sujetos cuya identidad política
se define precisamente por la no posesión “justa” de tierras. Típicamente, el
poseedor (aquí: el agricultor) tiene al derecho abstracto de su lado: él es
propietario. Toda reivindicación de tierras es un llamado a negar su derecho y,
por ello, el derecho. Todo acto físico que se lleve a cabo en sus tierras puede
ser, de esta forma, presentado como agresión. La atribución de roles “agredido”
y “agresor” descansa en esta asignación de posiciones jurídico-formales.
Al mismo tiempo, el agresor tiende a entenderse
(en muchos casos: correctamente) como una víctima del derecho formal. El
derecho formal no sólo lo perjudica actualmente, negándole cualquier pretensión
sobre la tierra que reclama, con independencia de que la parte de la tierra reclamada
sea mucho más importante para él que para el poseedor – eso es, después de
todo, el derecho: una abstracción de consideraciones reales de intereses en la
determinación de lo que le corresponde a cada uno –, sino que típicamente el
derecho lo perjudicó formalmente al asignarle la tierra al poseedor: ésta
tiende a venir de privilegios heredados, los que a su vez tienden a provenir de
actos formalmente válidos, pero materialmente abusivos. Quienes reivindican
tierras tienden a aparecer o presentarse, por ello, como “víctimas del
derecho”.
La extensión de la tierra y la generación de
representaciones de violencia justa en ambos lados, tienden a hacer, a su vez,
que los conflictos de tierra se transformen en conflictos de violencia privada.
La policía (urbana) apenas puede intervenir en conflictos de esta clase y el
Estado no tiene otros mecanismos de prevención ordinarios que no sean aquellos
provistos por la policía. Parte del peligro de los conflictos de tierra
proviene de esta consideración material de su identidad.
El así llamado conflicto mapuche tiene, sin
embargo, una segunda forma de ser leído. Frente a la lectura material como
conflicto de tierras, el conflicto mapuche tiende a ser leído como conflicto
simbólico (de reconocimiento). La “causa mapuche” descansa en esta tensión: por
una parte, se plantea como un llamado al Estado a satisfacer pretensiones
distributivas-materiales (tierra, trabajo, educación, recursos). Por otra
parte, se plantea como expresión de diferencia frente al Estado-nación chileno
(“el Estado chileno ha oprimido históricamente al pueblo mapuche”, manifestando
de esta forma una relación de no inclusión entre los conceptos de “Estado
chileno” y “pueblo mapuche”). Una parte de las razones que sostienen la
pretensión distributiva se asientan, paradojalmente, en la negación del sujeto
al que se hace el llamado a la satisfacción de la pretensión distributiva:
tierras y recursos deben ser entregados, porque no somos chilenos y el Estado
chileno nos quitó injustamente lo nuestro. La existencia de esta contradicción
aparente no debiera sorprender. Después de todo, la pretensión material de la
causa mapuche descansa precisamente en la posibilidad de romper el derecho
formal. Pero la dimensión simbólica del conflicto puede hacer aparecer
atractiva la posibilidad de centrarse en ella y utilizarla como vía de solución
del mucho más difícil problema de las tierras. El conflicto mapuche no
requeriría, así, más que de la entrega de reconocimiento formal (disposiciones
constitucionales) y algunas formas de incentivo de la cultura minoritaria. Por
lo que se ha escuchado en los últimos días en la prensa, el Gobierno y la
derecha parecen haber internalizado esta forma de comprensión del conflicto –
típicamente radicada en la izquierda –. Creer que ello permite solucionar por
sí sólo un conflicto de tierras, no es, sin embargo, sólo ingenuo, sino que en
sus propios términos errado. Quien procede de esta forma divide artificialmente
dos cuestiones que no deben ser divididas.
El planteamiento de diferencia de identidad que
subyace a parte de la causa mapuche, se entiende sólo por oposición frente a la
idea de configuración del Estado alrededor de la cultura nacional. El Estado es
la comunidad y la comunidad sólo puede ser conformada por algo que reconozca
identidad colectiva. Existen básicamente dos formas en que esta idea puede ser
entendida: como llamado de conformación de comunidad política o como llamado a
la conformación de una comunidad cultural, con todas las configuraciones
intermedias que sean pensables. Las revoluciones burguesas (efectuadas “desde
abajo”) del siglo XVIII descansan esencialmente en una representación tendiente
a la idea política. Este es, ante todo, el origen de la identidad nacional
francesa producto de la Revolución. Los movimientos nacionalistas del siglo XIX
y las “revoluciones” surgidas de ellos (efectuadas “desde arriba”) descansaban,
en cambio, en una representación esencialmente culturalista. Por supuesto, en
ninguno de los dos casos, el curso de la configuración del Estado-nación fue
marcado de forma puramente voluntarista como imposición de representaciones
ideales. La generación política de la nación republicana francesa se vio, en
parte, aliviada por la posibilidad de acoplarse a un territorio estatal que, en
lo general, ya se encontraba sometido a un gobierno común, mientras que la
generación de una idea de nación alemana sólo podía, por ello, tener como rasgo
de identificación la cultura (“allí donde la lengua alemana suene”). En ambos
casos, política y cultura podían presentarse como razones de una identificación
común que no sólo pudiera ser percibida, sino querida. La pertenencia a la gran
tradición republicana francesa o la pertenencia al mundo conformado por el gran
espacio de comunicación alemana, sólo podían servir a la generación de un
Estado-nación de lograr ser percibidos como algo no sólo existente, sino
querido y que, por ello, requería de reconocimiento formal (y no sólo de
existencia material). Ese reconocimiento formal (“ustedes son parte de nuestra
comunidad”) sólo puede ser verdaderamente reconocimiento, y no simplemente
imposición, si es querido por todos los partícipes de la relación.
Qué forma haya adoptado el (extraño) Estado
nacional chileno en el contexto de la (aún más extraña) diversidad de Estados
naciones en Latinoamérica, así como las razones de su conformación, es
irrelevante aquí. Sea o no razonable, la historia formó una comunidad (formal)
nacional llamada Chile, la que ha sido denunciada como “ajena” por la causa
mapuche. La expresión de ajenidad de comunidades respecto de la Nación no es
(sólo) una expresión descriptiva, sino al mismo tiempo una declaración
volitiva. Una comunidad que declara no pertenecer al Estado en el que se
encuentra, no manifiesta con ello algo que pueda ser percibido, sino más bien
no encontrar razones para formar parte de la Nación. Esas razones pueden, por
cierto, ser culturales o históricas. En los conflictos nacionalistas europeos
de fines del siglo XIX y principios del siglo XX (así como en los conflictos que
subsisten, por ejemplo, en España), esas razones eran dominantes. En el caso
del conflicto mapuche, la asignación de relevancia a esta dimensión parece ir
creciendo. A esta comprensión del conflicto la aqueja, sin embargo, cierta
falta de verosimilitud: las comunidades mapuches tienden a hablar español
chileno (como lengua materna o, al menos, como segunda lengua completamente
fluida) y la mayor parte de la población mapuche tiende a participar
completamente de nuestra forma de comunicación. Aún más: la identidad
"chilena" no sólo manifiesta una relación cultural con la identidad
mapuche, sino que tiende a intentar identificarse con ella y (de forma
completamente inverosímil, pero muy expresiva) a acoplar su historia a la
historia del pueblo mapuche y los otros pueblos originarios del territorio de
Chile. La designación de los españoles como “conquistadores” y la
identificación nacional con el lado indígena durante la conquista – típica en
la enseñanza escolar de historia en Chile – (ustedes nos conquistaron y
exterminaron!), es una representación tan extendida como incorrecta en la
cultura latinoamericana (a diferencia completa de la cultura norteamericana).
Por cierto, el fenómeno del mestizaje hace que la identificación étnica no sea
completamente errada (y, en eso, la identidad latinoamericana se deja
distinguir correctamente de la identidad norteamericana), pero esconde el hecho
que la cultura latinoamericana es la continuación de la cultura de la conquista
y no de los conquistados.
Todas esas formas de acoplamiento cultural
muestran, de lado y lado, como la expresión de ajenidad de ciertas comunidades
mapuches, no pueden ser correctamente entendidas simplemente como expresión de
diferencia cultural. Antes, su planteamiento precisamente en relación con un
conflicto no simbólico (el conflicto material por tierras), muestra que se
trata de una declaración global de imposibilidad de reconocer razones para
participar de la comunidad. Quien cree haber sido desprovisto de sus tierras,
ser discriminado y que parte de su cultura no es reconocida por la comunidad,
puede creer al mismo tiempo que no tiene razones para participar de esa
comunidad (que lo ha desprovisto de tierras, lo ha discriminado y no ha
reconocido parte de su identidad), esto es, no sólo ve buenas razones para no
representarse como comunidad de historia, sino también para entender que la
conformación de una comunidad de destino con la Nación que reclama su
pertenencia, sólo lo perjudica. Por eso, la idea de que el conflicto se puede
dejar resolver simplemente declarando a las comunidades mapuches como parte de
la Nación en la Constitución y algunos otros reconocimientos simbólicos, es
ingenua (y puede ser, al mismo tiempo, mezquina, astuta). Mientras no puedan
reconocer razones para integrar la comunidad, esas expresiones admiten ser
leídas como imposiciones desde afuera, esto es, como expresiones de una
integración no solicitada y, por ello, inexistente. Al entregar reconocimiento
nacional, no puede tratarse sólo de mostrar simbólicamente que creemos que las
comunidades mapuches participan de la conformación de nuestra identidad (esto
es, de nuestra comunidad de historia) – la historia mapuche puede ser siempre
presentada como definida por oposición a “nuestra historia” chilena –, sino de
que existen buenas razones para que la comunidad mapuche misma participe de la
comunidad en vista de su destino. En otras palabras: el tratamiento simbólico del conflicto encierra el peligro
de ser "puramente" simbólico y, por lo mismo, vacío. Tienen razón
quienes creen que detrás del conflicto mapuche existe una pretensión de
reconocimiento, pero es errado creer que su satisfacción es exclusivamente
comunicativa.
(*) Abogado, Universidad de Chile. Profesor Facultad de Derecho Universidad Adolfo Ibáñez.