viernes, 10 de mayo de 2013

Estabilidad, Democracia y Constitución



Javier Wilenmann von Bernath (*)

La defensa de la Constitución de 1980 frente a la posibilidad de su reemplazo tiene pocos argumentos a su favor. En general, su defensa funciona más bien sobre la base de la invocación de imágenes (¿Venezuela, Ecuador o Estados Unidos?), que sobre la presentación de argumentos. Uno de los pocos argumentos que, sin embargo, es posible advertir constantemente entre políticos, juristas y editoriales de periódicos que pretenden defenderla, es que más allá de sus pecados de origen, la Constitución de 1980 habría sido un garante de estabilidad desde 1989.

La popularidad del argumento de la estabilidad lo ha convertido en un argumento reducido a una palabra y, precisamente por ello, con contenido indeterminado. Existen varias formas en que la Constitución de 1980 puede haber otorgado “estabilidad” al país. La primera de ellas, la más evidente, es impidiendo cualquier cambio relevante a la conformación procedimental de la democracia y a las normas sustantivas de las instituciones, esencialmente configuradas durante la dictadura. Bien puede decirse que la Constitución de 1980 ha impedido realizar cambios radicales al sistema de financiamiento y administración de la educación, al régimen tributario o a las propias reglas sobre elección de cargos políticos y distribución de competencias. Al encontrarse algunas de estas normas en el propio texto constitucional y ser otras objeto de Leyes Orgánicas Constitucionales, todas estas materias no pueden cambiarse sin un “amplio consenso” al respecto. Y, dado que tanto las reglas sustantivas como las reglas que impiden cambiarlas tienen un origen común sin legitimación democrática, ello implica en lo esencial que la Constitución de 1980 ha obligado a mantener una forma de configuración de las instituciones que, en lo esencial, ha sido “estable”.

Esta forma de comprensión normativa del argumento de la estabilidad constituye, por supuesto, un argumento contra y no a favor de la no modificación radical de la Constitución de 1980. Precisamente el argumento en contra de ella, es que constituye un instrumento de perpetuación contra-mayoritaria de instituciones nacidas en la dictadura, incluyendo a las propias reglas de cambio del sistema. Porqué ello habría de ser considerado bueno, es algo que no puede ser justificado.

Quienes defienden la Constitución de 1980 suelen invocar la práctica comparada para intentar demostrar como los sistemas constitucionales tienden a consagrar sus propios mecanismos de estabilidad, a través de reglas que dificulten efectuar algunos cambios. Las constituciones típicamente (podría decirse: casi siempre) consagran reglas que evitan su simple modificación por regla de la mayoría. Hay, por cierto, buenos argumentos para que ello sea así. Al extremo, la democracia se protege de esta forma de su propia auto-disolución o, al menos, del bloqueo a sus propias condiciones procedimentales de posibilidad. Típicamente, las constituciones tienden también a consagrar áreas de interés individual sustraídas a su disponibilidad. Sin ser unánime, existe consenso en la consagración de limitaciones a la capacidad de disposición normativa en ámbitos de protección de la democracia y derechos fundamentales. Lo que posibilita ese consenso no es, sin embargo, la “estabilidad” que pretende consagrar la Constitución de 1980 – estabilidad institucional sustancial –, sino sólo estabilidad procedimental, precisamente para permitir que la confección constitucional se encuentre completamente legitimada por una práctica política democrática. La Constitución de 1980 posibilita, en cambio, un tipo de estabilidad incompatible con esa expectativa, a saber, la sustracción a la deliberación política de aspectos que no se encuentran vinculados ni a los procedimientos democráticos, ni a derechos fundamentales.

El argumento de estabilidad, interpretado institucionalmente, es, por ello, absurdo. El tipo de estabilidad que intuitivamente se invoca para defender a la Constitución de 1980 tiene que ser otro. Ese otro tipo de estabilidad no vendría dado directamente por la Constitución de 1980, de la forma en que la estabilidad institucional lo es, sino sólo mediatamente: la Constitución de 1980 habría permitido estabilidad económica. La utilización del concepto de estabilidad también aquí parece imprecisa. No es que la economía chilena no ha haya tenido cambios en estos más de 20 años, sino que, gracias a la Constitución de 1980 habría tenido un buen desempeño. “Estabilidad” aparece así como una designación oblicua de “generación de bienestar económico”. La Constitución de 1980 se justificaría así por una especie de utilitarismo economicista: sin Constitución de 1980, habríamos crecido menos, con Constitución de 1980, hemos crecido más. No es demasiado aventurado considerar que lo que la derecha aprecia tan abiertamente como “estabilidad”, es el crecimiento que ha tenido la economía chilena y que, aquello que teme como “desestabilización”, es su supuesta disminución radical.

A diferencia de la primera interpretación del argumento, de ser correcta la existencia del vínculo mediato entre buena marcha de la economía y Constitución de 1980, éste tendría alguna plausibilidad. La generación de bienestar económico no puede ser visto como un mal y, en general, tiende a tener peso político considerable. No es casual que la derecha base parte importante de su estrategia política en el establecimiento de este vínculo: sin ella, no habría bienestar, por lo que los cambios implican eliminación (o reducción) del bienestar. Considerado de cerca, el argumento no tiene, sin embargo, poder de convicción.

En primer lugar, el argumento funciona presentándose a sí mismo como aplicación causal evidente: el supuesto vínculo mediato simplemente tendría lugar. No es casual que el argumento tenga la forma si no x, entonces no y, por lo que y tiene lugar gracias a x. Pero la existencia de ese vínculo causal, como en todo argumento de causalidad difuso – algo siempre explotado en los discursos economicistas –, es indemostrable. No es evidente que la generación de cambios institucionales relevantes tenga un efecto económico contraproductivo, de la misma forma en que no es evidente que la institucionalidad de 1980 tenga efectos decisivos sobre el crecimiento de la economía chilena. El tipo de factores que influyen en la producción de un estado de cosas complejo como el “crecimiento económico” tiene una magnitud cuantitativa inmanejable, por lo que los argumentos de atribución causal de su producción tienen que funcionar desconsiderando todos o buenas parte de los otros posibles factores que inciden en la producción del estado de cosas complejo. Eso hace que el establecimiento del vínculo sea, en casos no claros – es obvio, en cambio, que la reducción por 10 del precio del cobre tendría efectos nocivos en el bienestar material de Chile –, más bien un salto de fe.

Aún asumiendo hipotéticamente que existe alguna clase de vínculo entre “estabilidad económica” y el mantenimiento de la Constitución de 1980, el argumento depende de una justificación utilitaria. Presupone que un estado de cosas es siempre preferible a otro, si el estado de cosas en cuestión puede ser reconstruido implicando mayor bienestar general. Esa es – vulgarmente descrito – la asunción básica del utilitarismo. Que un principio de legitimación de esa forma sea justificable, es por cierto conflictivo – tomado en serio, éste lleva a una forma radical de igualitarismo material –, pero también puede ser asumido para efectos de evaluación del argumento. Como todo argumento utilitarista, éste es permeable a consideraciones de utilidad marginal. Es decir: no se trata de contabilización bruta de riqueza – es indudable que la riqueza bruta de Chile ha crecido enormemente en estos más de 20 años –, sino de contabilización de la incidencia de la generación de la riqueza en el bienestar de la población. Pero la incidencia del valor abstracto del dinero en cada persona depende del resto de su patrimonio: el bienestar obtenido con x por un pobre es muy superior al bienestar obtenido por el rico con x. A diferencia del crecimiento bruto de la riqueza, no es evidente que el bienestar general haya aumentado en la forma más óptima posible en estos 20 años. Es además mucho menos evidente, que las condiciones de generación de bienestar futuro se hayan optimizado. El caso de la educación lo demuestra de forma elocuente: el sistema chileno ha sido sumamente exitoso en permitir que las clases privilegiadas mantengan y aumenten su propia ilustración, pero no ha sido particularmente exitoso es extender la ilustración más allá de las clases privilegiadas. La educación pública (es decir, en buena parte, la educación de las clases no privilegiadas), ha sido por un buen tiempo abandonada. Y el sistema de la Constitución de 1980 hace que su modificación radical sea improbable.

La consideración crucial contra el dudoso argumento de la estabilidad es, en cualquier caso, legitimatoria. Bien puede ser que un utilitarismo economicista presente un atractivo en la elección de posibilidades de conformación política. Si la comunidad, sin embargo, prefiere organizarse de una forma en la cual la generación de riqueza bruta e incluso de bienestar material sea inferior a aquella posibilitada por otra organización posible – por ejemplo, por una forma de organización con estándares de justicia distributiva mejor satisfechos –, entonces la elección de la organización “óptima” sólo puede ser expresiva de paternalismo o autoritarismo (en sus mejores versiones; en los hechos, es probable que sea más bien defensa de intereses propios), esto es, de imposición de una decisión ajena. Bajo la Constitución de 1980, ningún estado de cosas puede ser leído como elección libre, ni siquiera un estado de cosas que pueda presentarse a sí mismo como “preferible” o “bueno”. Teniendo en cuenta que, además, la organización institucional y aquello que ella posibilita tienen su origen en decisiones tomadas en dictadura, todo admite ser leído procedimentalmente como imposición.

(*) Abogado, Universidad de Chile. Profesor Facultad de Derecho Universidad Adolfo Ibáñez.

martes, 7 de mayo de 2013

Asamblea constituyente y legitimidad democrática


Rodrigo Kaufmann Peña (*)

Luego del clima de efervescencia política que se ha vivido en Chile en los últimos años, las elecciones presidenciales y parlamentarias programadas para fines del presente año resultan especialmente relevantes: constituyen la forma de encauzar la discusión hacia el interior del marco institucional, llevándola desde la figura (de relevancia democráticamente residual) de la mera expresión de posiciones políticas a través del ejercicio de la libertad de reunión y expresión hacia el núcleo de la democracia representativa moderna: el congreso.

No es de extrañar entonces que, bajo las actuales condiciones, las distintas candidaturas pretendan con sus propuestas articular las principales demandas que han sido manifestadas en los últimos años. Un lugar especialmente relevante dentro de dichas demandas lo ocupa la formulación de un nuevo texto constitucional que reemplace la Constitución de 1980, aprobada mediante plebiscito -realizado sin registros electorales- durante la dictadura de Pinochet.

La pretensión de una asamblea constituyente aparece en las actuales condiciones como la vía idónea para purgar el vicio de origen de la actual Constitución y garantizar una democracia plena.

Pero, ¿tiene la realización de una asamblea constituyente el potencial democrático que se le atribuye en la discusión vigente en Chile?

La legitimación democrática de una Constitución generada en una asamblea constituyente deriva, de acuerdo a la noción tradicional del “poder constituyente” y formulado en forma algo simple, del hecho de ser dicha Constitución una decisión por una comunidad política sobre la forma en que la misma se autogobernará, tomada directamente por dicha comunidad y de forma libre (es decir, sin encontrarse vinculada por estructuras institucionales preexistentes).

La Constitución constituye sin lugar a dudas una decisión de especial importancia dentro de una comunidad política: al organizar todo lo relativo al poder político, fija las instituciones y procedimientos en virtud de los cuales la misma adoptará decisiones vinculantes para cada uno de sus miembros. Así las cosas, no puede parecer sino obvio el pretender vincularla, en su origen, a una decisión democrática, es decir, a una decisión en la que todos los miembros de la comunidad hayan tenido la misma posibilidad de influir.

Sin embargo, una prueba puede servir para analizar si el origen de una Constitución juega realmente el rol central en términos de legitimidad democrática que la idea del poder constituyente pretende. Bajo el presupuesto de presentar la Constitución chilena de 1980 déficits democráticos, ¿consideraríamos que dichos déficits han desaparecido o disminuido si el mismo texto hubiera sido adoptado por una asamblea constituyente? Si, como creo, la respuesta es que un origen distinto en nada cambiaría nuestro juicio sobre la Constitución de 1980, ¿puede entonces decirse que el origen juega un rol central en nuestros juicios sobre legitimidad democrática de una Constitución?

Una manera de explicar lo anterior es reconocer que la Constitución es una norma jurídica que tiene un estatus especial. Dicho estatus exige concebir a la Constitución no como un producto de voluntad política (concretamente: democrática), tal como las demás, sino principalmente como la fijación de la vía de manifestación de la misma. El valor central de una Constitución no radica en su vínculo con el soberano democrático, sino que, en primer lugar, en su construcción –en su constitución- y, en segundo, en cuanto fijación de un marco institucional que permite la manifestación de su voluntad. Así, la legitimidad democrática de una Constitución no dependerá de las condiciones de producción de la misma, sino que estará dado por la medida en que el sistema institucional pueda construir un poder político en el que la igualdad formal, en sentido estricto, de todos los miembros de la comunidad política para poder participar de la toma de decisiones vinculantes respecto de todos esté garantizada. La igual participación se manifiesta especialmente en las posibilidades de optar al ejercicio del poder político dentro de la comunidad, que deben ser esencialmente las mismas para cada uno. Es justamente dicha radical indeterminación en cuanto al ejercicio del poder política la que determina la dimensión temporal de la legitimidad democrática de una Constitución: ésta no opera respecto de la decisión que la originó –incluso la satisfacción de todas las condiciones de una asamblea democrática sería incapaz de justificar, por ejemplo, el especial régimen de reforma que pretende “estabilizar” una Constitución en el tiempo, incluso más allá de la generación que la originó-, sino que respecto de la próxima decisión que la comunidad política tome respecto de sí misma.

Lo dicho no debe, sin embargo, interpretarse como irrelevancia dl origen de una Constitución, sino que simplemente centrar la discusión sobre la legitimidad democrática de una Constitución en lo que pareciera ser la dimensión en la que la misma puede desarrollar su mayor potencial.


(*) Abogado de la Universidad de Chile

lunes, 6 de mayo de 2013

Puente Pio Nono convoca a opinar sobre el régimen político vigente en Chile y sus perspectivas de reforma



La Revista Puente Pío Nono surgió hace más de tres años con la misión de “contribuir a levantar el cada vez más alicaído debate nacional, muchas veces centrado en lo accesorio y no en la sustancia” en una época en que Chile carecía de la efervescencia política y social que exhibe desde el año 2011.

A más de tres años de la publicación de las primeras columnas en Puente Pio Nono, sorprende todo lo que ha pasado en Chile en el tiempo intermedio. En ese momento, era difícil imaginar que la expresión “Chile es un país muy largo, mil cosas pueden pasar” pudiera aún tener alguna vigencia. Sin embargo, las cosas han cambiado: hoy no solamente se discute públicamente en Chile sobre nuestra matriz energética, el sistema educacional o la legitimad de los quórum reforzados, sino derechamente sobre llamar a una asamblea constituyente.

Mientras algunos de los editores de la Revista Puente Nono miramos con cierta reticencia la radicalización que vive el país, otros saludan con esperanzas estos nuevos tiempos, pero todos tenemos en común un gran interés por abordar reflexivamente la situación que actualmente vive Chile. En este escenario, aspiramos a que el espíritu que animó, hace más de tres años, el surgimiento de Puente Pio Nono, cumpla hoy más que nunca su cometido, facilitando un “tránsito de ideas que resulte provechoso para la comunidad nacional”. Para tal efecto, hoy convocamos a todos nuestros lectores y, especialmente, a nuestros columnistas habituales a enviarnos sus reflexiones sobre la situación del régimen político vigente en Chile y sus perspectivas de reforma, a leer los artículos que se publiquen, comentarlos y difundirlos.

Ahora, más que nunca, la invitación a publicar en las “páginas virtuales” de Puente Pio Nono está abierta.

Ernesto Vargas Weil
Revista Puente Pio Nono