jueves, 25 de agosto de 2011

Plebiscito, ¿Sí o No?


Rodrigo Campero T. (*)

Más allá del juego de palabras del título de la presente columna, resulta pertinente analizar algunas razones a favor y en contra de la realización de un eventual plebiscito, como se ha propuesto por algunas voces, para encontrar una salida a la crisis de la educación que ha monopolizado la agenda pública durante los últimos meses.

En cuanto a las razones a favor de un plebiscito, puede mencionarse, en primer lugar que la realización de un referéndum permitiría a la ciudadanía, en forma directa, zanjar un conflicto que parece encontrarse en un punto muerto dada la incapacidad que han evidenciado tanto el gobierno como los actores sociales de sentarse a conversar acerca de una solución racional a este problema. Incapacidad del gobierno, por sus numerosos errores al encarar una situación tan compleja, e incapacidad de los actores sociales por plantear como asuntos esenciales e intransables materias complejas, no susceptibles de resolver en el corto plazo.

En segundo lugar, y relacionado con la razón anterior, un argumento a favor de un plebiscito constituye la legitimidad ciudadana que el resultado del mismo tendría, en aras de la resolución del conflicto.

Los motivos antes expresados servirían de argumentos suficientes para apoyar la realización de una consulta para resolver el conflicto de la educación. Sin embargo, existen cuestiones que deberían ser resueltas en forma previa, para poder considerar al plebiscito como una herramienta aceptable y legítima para la resolución de este caso.

En primer término, surge de inmediato una interrogante esencial: ¿Quién formula las preguntas sometidas a plebiscito? El tema no es menor, puesto que no existiendo un mecanismo legitimado socialmente (sin perjuicio de la regulación constitucional sobre la materia, que es muy puntual) para la definición de tal cuestión, es imposible pensar en un referéndum sobre el cual la ciudadanía pueda depositar su confianza y aceptación.

En segundo lugar, surge la interrogante acerca de la legitimidad y autoridad de la o las personas sobre las cuales recaería la responsabilidad de formular las preguntas sobre las cuales la ciudadanía se pronunciaría. Ante la inexistencia de un consenso acerca del ente habilitado para definir una cuestión de tamaña trascendencia, necesariamente habrán sectores que no se sentirán tanto representados por la voluntad emanada de la respuesta a la consulta, como obligados a cumplir con lo resuelto, ante la sospecha de la existencia de letra chica que pudiese distorsionar el resultado del plebiscito o las condiciones de la implementación del resultado arrojado por éste.

Asimismo, cabe preguntarse, en tercer lugar, acerca de la conveniencia de someter a la consulta popular, materias de alta densidad técnica, cuya respuesta escapa al mero voluntarismo. A modo de ejemplo, si el motivo de la consulta fuese el término del lucro en materia educacional, ¿cuál sería el alcance de la respuesta? ¿Cómo conciliar una respuesta, a veces influida por el componente emocional, contingente o derechamente por consignas, con consecuencias tanto económicas como legales? No se trata de menospreciar la voluntad popular, pero es un hecho que muchas veces las cuestiones son más complejas, en cuanto a su contenido, de lo que parecen.

Finalmente, un argumento en contra de un eventual plebiscito es que su realización implicaría renunciar a las instituciones que, para bien o para mal, durante los últimos años nos hemos dado para la resolución de nuestros problemas, modificándolo por puro voluntarismo ante la imposibilidad de plantear un diálogo razonable. Nada obsta que tales instituciones sean modificadas, a la luz de los cambios propios de la dinámica social, pero cambiarlas únicamente por la incapacidad de la sociedad de adoptar una posición madura frente a un problema complejo, demuestra un débil compromiso con valores en los que todos dicen creer pero pocos parecen demostrarlo.

(*) Abogado, U. de Chile.

1 comentario:

  1. Un primer problema con los plebiscitos: constituyen un escape de la responsabilidad de aquellos cuya responsabilidad es justamente resolver los problemas que se pretenden dilucidar. Creo que, nos guste o no, son los políticos quienes tienen las mejores herramientas para decidir la mejor solución a un problema como el de la educación. Lo anterior, por supuesto, teniendo siempre en cuenta que su mandato está siempre (de)limitado tanto por el bien común como por la efectiva representación de los ciudadanos.

    Luego, los plebiscitos presentan el problema de la mentalidad de masas: es muy factible pensar que si con ocasión de una ola de violaciones (e incluso sin necesidad de un evento como este) consultáramos a la ciudadanía en forma de plebiscito si está de acuerdo con reinstaurar la pena de muerte para este delito, seguramente la pena capital tendría un aplastante apoyo. Por qué? Porque, si bien es cierto que la arista política está presente en todo, también los temas tienen un componente técnico que es necesario considerar. No podemos esperar que todo el mundo entienda las razones por las cuales la pena de muerte no puede ser considerada una alternativa válida, e incluso debemos defender una situación en que decisiones muy impopulares (como la abolición de esta pena) son las correctas. En estos casos, el componente técnico es demasiado importante como para ceder a las consideraciones políticas. Y creo que la educación es un tema tan complejo que cabe en esta última hipótesis.

    Mi humilde opinión...

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