viernes, 21 de junio de 2013

Elecciones primarias

Elecciones Primarias
Rodrigo Kaufmann P.


Recientemente se ha aprobado en Chile una ley sobre elecciones primarias, que establece dicho mecanismo para las elecciones presidenciales, parlamentarias y de alcaldes.

La dictación de dicha ley fue celebrada como la introducción de un elemento democrático al interior de las prácticas partidistas. En principio, el diseño de la ley permite dicha conclusión. La obligación legal para los partidos de aceptar el resultado de las primarias como vinculante para la designación de sus candidatos implica un momento legitimador, en el sentido de entregar la decisión sobre la representación de una determinada posición política a la figura que mayor consenso genera.

Si se considera que los partidos políticos cumplen la función de configuración y articulación de posiciones políticas al interior de la comunidad, permitiendo la formación de grupos de respaldo para determinadas visiones sobre la existencia común (política) y la conmensurabilidad de las distintas opciones, la entrega de poder decisorio a la misma comunidad debería ser vista con aprobación.

Sin embargo, resulta llamativa la introducción de un mismo mecanismo para la elección de figuras institucionales tan disímiles como lo hace la ley de primarias chilenas. ¿Qué implica la aprobación del mecanismo de primarias parlamentarias?

Si se considera, en términos simples, que corresponde al parlamento (Congreso Nacional) realizar la dimensión deliberativa de la democracia, es decir, servir como lugar de expresión de las visiones sobre la existencia común que han logrado los mayores respaldos al interior de la comunidad en un momento dado, y configurar dicha existencia de acuerdo a las mismas, entonces la función de las primarias puede aparecer como problemática.

En primer lugar, porque, si se está de acuerdo en la función institucional del Congreso Nacional, entonces es claro que dicha función no puede sino tener consecuencias para el rol institucional de los parlamentarios. Éste está definido por la dimensión deliberativa. El resultado es que en el caso del parlamentario, el sistema presupone la mayor homogeneidad entre quienes expresan una determinada visión sobre la existencia común. Lo anterior define una reducción al máximo posible del elemento carismático, en cuanto momento de desarrollo de la subjetividad. Dicha dimensión tiene mucho mayor cabida, por ejemplo, en el caso de candidaturas presidencias o de alcalde. Es interesante notar que el sistema de primarias, al exigir una diferenciación de los candidatos que comparten una visión de la existencia común, exige en cierto sentido una exaltación precisamente de la subjetividad del candidato, y una reducción de la dimensión de la homogeneidad, característica para la función parlamentaria.

Pero en segundo lugar, la exaltación de la dimensión individual al interior de la función parlamentaria lleva a la disolución de las estructuras partidistas en liderazgos individuales. La función democráticamente central de articulación y configuración de visiones sobre la existencia común que cumplen los partidos políticos en una comunidad desaparece de la atención institucional, pasando a ser un mero presupuesto para la participación en las elecciones primarias.

El problema de la democratización de las estructuras internas es un tema de relevancia central para los partidos políticos; lo es, sin embargo, porque es necesaria para el adecuado cumplimiento de su función en la democracia, que se manifiesta especialmente en la función parlamentaria. La solución de las elecciones primarias desvirtúa dicho rol, bajo el pretexto de una democratización que, considerada en sí misma, pierde cualquier sentido.

jueves, 20 de junio de 2013

La pregunta que debiera ir antes de la Asamblea Constituyente

La pregunta que debiera ir antes de la Asamblea Constituyente.

Rodrigo Campero T.
Abogado U. de Chile

Desde hace un tiempo, en distintos niveles y ambientes, se viene hablando de la necesidad de realizar cambios a la Constitución Política que actualmente nos rige, sobre todo en materias de régimen político, sistema electoral y quorum de aprobación de leyes acerca de determinadas materias. Esa necesidad ha permeado en casi la totalidad del discurso de los distintos actores políticos, al punto que ya no existe (casi) ninguno de ellos que no reconozca la necesidad de, al menos, efectuar ajustes, perfeccionamientos o reformas en la materia.

Este discurso es más fuerte tratándose de los grupos, partidos y candidatos presidenciales de izquierda, los que abogan por la convocatoria a una “Asamblea Constituyente”, destinada a generar un nuevo pacto constitucional que desplace al generado en 1980 y remendado innumerables veces, hasta llegar al nuevo texto refundido del año 2005. Esta iniciativa se ve respaldada fuertemente por distintos movimientos, ya sean políticos, sociales o académicos, que proponen alternativas que van desde la “cuarta urna”, “marcar el voto” o bien convocar sin más trámite a la Constituyente.

A estas alturas, existe consenso de la necesidad de implementar cambios a nivel constitucional, que permitan adecuar las reglas de la norma fundamental a los nuevos tiempos sociales. Ahora bien, donde hay multiplicidad de opiniones es en el mecanismo, pero sobre todo en el contenido de las reformas. La pregunta central y más importante no debiese ser cómo cambiar, sino qué cambiar.

Es ahí donde se debiera centrar el debate y no en sí lo más apropiado es una Asamblea Constituyente, una Comisión Bicameral o lo que sea. Alguien señaló en la prensa en alguna oportunidad que una asamblea constituyente es el perfecto camino para no hacer nada, y creo que la frase tiene mucho sentido, y mucho de verdad, en la medida que quienes promueven esa clase de mecanismos no expliciten cuáles son los cambios que se le quieren proponer al país.

En definitiva, no basta con enunciar conceptos amplios como “justicia”, “igualdad”, “nacionalización”, “gratuidad”, etc., si no se expone y propone de qué manera tales ideas se plasmarían en un nuevo texto constitucional. No se trata, naturalmente, de explicar como irían  escritos los nuevos artículos, pero sí de dar a conocer de manera concreta y sincera, los lineamientos y propuestas que se sustentan en dichos conceptos tan amplios, y que por lo mismo, pueden significar mucho como también pueden significar nada.

Esas aclaraciones, indispensables en un debate sincero, no sólo irían en beneficio de quienes propugnan esas acciones, sino que además contribuirían a un intercambio responsable, fundado y no populista, donde todos los actores podrían hacerse cargo de los argumentos contrarios y de sus propias posiciones.


viernes, 10 de mayo de 2013

Estabilidad, Democracia y Constitución



Javier Wilenmann von Bernath (*)

La defensa de la Constitución de 1980 frente a la posibilidad de su reemplazo tiene pocos argumentos a su favor. En general, su defensa funciona más bien sobre la base de la invocación de imágenes (¿Venezuela, Ecuador o Estados Unidos?), que sobre la presentación de argumentos. Uno de los pocos argumentos que, sin embargo, es posible advertir constantemente entre políticos, juristas y editoriales de periódicos que pretenden defenderla, es que más allá de sus pecados de origen, la Constitución de 1980 habría sido un garante de estabilidad desde 1989.

La popularidad del argumento de la estabilidad lo ha convertido en un argumento reducido a una palabra y, precisamente por ello, con contenido indeterminado. Existen varias formas en que la Constitución de 1980 puede haber otorgado “estabilidad” al país. La primera de ellas, la más evidente, es impidiendo cualquier cambio relevante a la conformación procedimental de la democracia y a las normas sustantivas de las instituciones, esencialmente configuradas durante la dictadura. Bien puede decirse que la Constitución de 1980 ha impedido realizar cambios radicales al sistema de financiamiento y administración de la educación, al régimen tributario o a las propias reglas sobre elección de cargos políticos y distribución de competencias. Al encontrarse algunas de estas normas en el propio texto constitucional y ser otras objeto de Leyes Orgánicas Constitucionales, todas estas materias no pueden cambiarse sin un “amplio consenso” al respecto. Y, dado que tanto las reglas sustantivas como las reglas que impiden cambiarlas tienen un origen común sin legitimación democrática, ello implica en lo esencial que la Constitución de 1980 ha obligado a mantener una forma de configuración de las instituciones que, en lo esencial, ha sido “estable”.

Esta forma de comprensión normativa del argumento de la estabilidad constituye, por supuesto, un argumento contra y no a favor de la no modificación radical de la Constitución de 1980. Precisamente el argumento en contra de ella, es que constituye un instrumento de perpetuación contra-mayoritaria de instituciones nacidas en la dictadura, incluyendo a las propias reglas de cambio del sistema. Porqué ello habría de ser considerado bueno, es algo que no puede ser justificado.

Quienes defienden la Constitución de 1980 suelen invocar la práctica comparada para intentar demostrar como los sistemas constitucionales tienden a consagrar sus propios mecanismos de estabilidad, a través de reglas que dificulten efectuar algunos cambios. Las constituciones típicamente (podría decirse: casi siempre) consagran reglas que evitan su simple modificación por regla de la mayoría. Hay, por cierto, buenos argumentos para que ello sea así. Al extremo, la democracia se protege de esta forma de su propia auto-disolución o, al menos, del bloqueo a sus propias condiciones procedimentales de posibilidad. Típicamente, las constituciones tienden también a consagrar áreas de interés individual sustraídas a su disponibilidad. Sin ser unánime, existe consenso en la consagración de limitaciones a la capacidad de disposición normativa en ámbitos de protección de la democracia y derechos fundamentales. Lo que posibilita ese consenso no es, sin embargo, la “estabilidad” que pretende consagrar la Constitución de 1980 – estabilidad institucional sustancial –, sino sólo estabilidad procedimental, precisamente para permitir que la confección constitucional se encuentre completamente legitimada por una práctica política democrática. La Constitución de 1980 posibilita, en cambio, un tipo de estabilidad incompatible con esa expectativa, a saber, la sustracción a la deliberación política de aspectos que no se encuentran vinculados ni a los procedimientos democráticos, ni a derechos fundamentales.

El argumento de estabilidad, interpretado institucionalmente, es, por ello, absurdo. El tipo de estabilidad que intuitivamente se invoca para defender a la Constitución de 1980 tiene que ser otro. Ese otro tipo de estabilidad no vendría dado directamente por la Constitución de 1980, de la forma en que la estabilidad institucional lo es, sino sólo mediatamente: la Constitución de 1980 habría permitido estabilidad económica. La utilización del concepto de estabilidad también aquí parece imprecisa. No es que la economía chilena no ha haya tenido cambios en estos más de 20 años, sino que, gracias a la Constitución de 1980 habría tenido un buen desempeño. “Estabilidad” aparece así como una designación oblicua de “generación de bienestar económico”. La Constitución de 1980 se justificaría así por una especie de utilitarismo economicista: sin Constitución de 1980, habríamos crecido menos, con Constitución de 1980, hemos crecido más. No es demasiado aventurado considerar que lo que la derecha aprecia tan abiertamente como “estabilidad”, es el crecimiento que ha tenido la economía chilena y que, aquello que teme como “desestabilización”, es su supuesta disminución radical.

A diferencia de la primera interpretación del argumento, de ser correcta la existencia del vínculo mediato entre buena marcha de la economía y Constitución de 1980, éste tendría alguna plausibilidad. La generación de bienestar económico no puede ser visto como un mal y, en general, tiende a tener peso político considerable. No es casual que la derecha base parte importante de su estrategia política en el establecimiento de este vínculo: sin ella, no habría bienestar, por lo que los cambios implican eliminación (o reducción) del bienestar. Considerado de cerca, el argumento no tiene, sin embargo, poder de convicción.

En primer lugar, el argumento funciona presentándose a sí mismo como aplicación causal evidente: el supuesto vínculo mediato simplemente tendría lugar. No es casual que el argumento tenga la forma si no x, entonces no y, por lo que y tiene lugar gracias a x. Pero la existencia de ese vínculo causal, como en todo argumento de causalidad difuso – algo siempre explotado en los discursos economicistas –, es indemostrable. No es evidente que la generación de cambios institucionales relevantes tenga un efecto económico contraproductivo, de la misma forma en que no es evidente que la institucionalidad de 1980 tenga efectos decisivos sobre el crecimiento de la economía chilena. El tipo de factores que influyen en la producción de un estado de cosas complejo como el “crecimiento económico” tiene una magnitud cuantitativa inmanejable, por lo que los argumentos de atribución causal de su producción tienen que funcionar desconsiderando todos o buenas parte de los otros posibles factores que inciden en la producción del estado de cosas complejo. Eso hace que el establecimiento del vínculo sea, en casos no claros – es obvio, en cambio, que la reducción por 10 del precio del cobre tendría efectos nocivos en el bienestar material de Chile –, más bien un salto de fe.

Aún asumiendo hipotéticamente que existe alguna clase de vínculo entre “estabilidad económica” y el mantenimiento de la Constitución de 1980, el argumento depende de una justificación utilitaria. Presupone que un estado de cosas es siempre preferible a otro, si el estado de cosas en cuestión puede ser reconstruido implicando mayor bienestar general. Esa es – vulgarmente descrito – la asunción básica del utilitarismo. Que un principio de legitimación de esa forma sea justificable, es por cierto conflictivo – tomado en serio, éste lleva a una forma radical de igualitarismo material –, pero también puede ser asumido para efectos de evaluación del argumento. Como todo argumento utilitarista, éste es permeable a consideraciones de utilidad marginal. Es decir: no se trata de contabilización bruta de riqueza – es indudable que la riqueza bruta de Chile ha crecido enormemente en estos más de 20 años –, sino de contabilización de la incidencia de la generación de la riqueza en el bienestar de la población. Pero la incidencia del valor abstracto del dinero en cada persona depende del resto de su patrimonio: el bienestar obtenido con x por un pobre es muy superior al bienestar obtenido por el rico con x. A diferencia del crecimiento bruto de la riqueza, no es evidente que el bienestar general haya aumentado en la forma más óptima posible en estos 20 años. Es además mucho menos evidente, que las condiciones de generación de bienestar futuro se hayan optimizado. El caso de la educación lo demuestra de forma elocuente: el sistema chileno ha sido sumamente exitoso en permitir que las clases privilegiadas mantengan y aumenten su propia ilustración, pero no ha sido particularmente exitoso es extender la ilustración más allá de las clases privilegiadas. La educación pública (es decir, en buena parte, la educación de las clases no privilegiadas), ha sido por un buen tiempo abandonada. Y el sistema de la Constitución de 1980 hace que su modificación radical sea improbable.

La consideración crucial contra el dudoso argumento de la estabilidad es, en cualquier caso, legitimatoria. Bien puede ser que un utilitarismo economicista presente un atractivo en la elección de posibilidades de conformación política. Si la comunidad, sin embargo, prefiere organizarse de una forma en la cual la generación de riqueza bruta e incluso de bienestar material sea inferior a aquella posibilitada por otra organización posible – por ejemplo, por una forma de organización con estándares de justicia distributiva mejor satisfechos –, entonces la elección de la organización “óptima” sólo puede ser expresiva de paternalismo o autoritarismo (en sus mejores versiones; en los hechos, es probable que sea más bien defensa de intereses propios), esto es, de imposición de una decisión ajena. Bajo la Constitución de 1980, ningún estado de cosas puede ser leído como elección libre, ni siquiera un estado de cosas que pueda presentarse a sí mismo como “preferible” o “bueno”. Teniendo en cuenta que, además, la organización institucional y aquello que ella posibilita tienen su origen en decisiones tomadas en dictadura, todo admite ser leído procedimentalmente como imposición.

(*) Abogado, Universidad de Chile. Profesor Facultad de Derecho Universidad Adolfo Ibáñez.

martes, 7 de mayo de 2013

Asamblea constituyente y legitimidad democrática


Rodrigo Kaufmann Peña (*)

Luego del clima de efervescencia política que se ha vivido en Chile en los últimos años, las elecciones presidenciales y parlamentarias programadas para fines del presente año resultan especialmente relevantes: constituyen la forma de encauzar la discusión hacia el interior del marco institucional, llevándola desde la figura (de relevancia democráticamente residual) de la mera expresión de posiciones políticas a través del ejercicio de la libertad de reunión y expresión hacia el núcleo de la democracia representativa moderna: el congreso.

No es de extrañar entonces que, bajo las actuales condiciones, las distintas candidaturas pretendan con sus propuestas articular las principales demandas que han sido manifestadas en los últimos años. Un lugar especialmente relevante dentro de dichas demandas lo ocupa la formulación de un nuevo texto constitucional que reemplace la Constitución de 1980, aprobada mediante plebiscito -realizado sin registros electorales- durante la dictadura de Pinochet.

La pretensión de una asamblea constituyente aparece en las actuales condiciones como la vía idónea para purgar el vicio de origen de la actual Constitución y garantizar una democracia plena.

Pero, ¿tiene la realización de una asamblea constituyente el potencial democrático que se le atribuye en la discusión vigente en Chile?

La legitimación democrática de una Constitución generada en una asamblea constituyente deriva, de acuerdo a la noción tradicional del “poder constituyente” y formulado en forma algo simple, del hecho de ser dicha Constitución una decisión por una comunidad política sobre la forma en que la misma se autogobernará, tomada directamente por dicha comunidad y de forma libre (es decir, sin encontrarse vinculada por estructuras institucionales preexistentes).

La Constitución constituye sin lugar a dudas una decisión de especial importancia dentro de una comunidad política: al organizar todo lo relativo al poder político, fija las instituciones y procedimientos en virtud de los cuales la misma adoptará decisiones vinculantes para cada uno de sus miembros. Así las cosas, no puede parecer sino obvio el pretender vincularla, en su origen, a una decisión democrática, es decir, a una decisión en la que todos los miembros de la comunidad hayan tenido la misma posibilidad de influir.

Sin embargo, una prueba puede servir para analizar si el origen de una Constitución juega realmente el rol central en términos de legitimidad democrática que la idea del poder constituyente pretende. Bajo el presupuesto de presentar la Constitución chilena de 1980 déficits democráticos, ¿consideraríamos que dichos déficits han desaparecido o disminuido si el mismo texto hubiera sido adoptado por una asamblea constituyente? Si, como creo, la respuesta es que un origen distinto en nada cambiaría nuestro juicio sobre la Constitución de 1980, ¿puede entonces decirse que el origen juega un rol central en nuestros juicios sobre legitimidad democrática de una Constitución?

Una manera de explicar lo anterior es reconocer que la Constitución es una norma jurídica que tiene un estatus especial. Dicho estatus exige concebir a la Constitución no como un producto de voluntad política (concretamente: democrática), tal como las demás, sino principalmente como la fijación de la vía de manifestación de la misma. El valor central de una Constitución no radica en su vínculo con el soberano democrático, sino que, en primer lugar, en su construcción –en su constitución- y, en segundo, en cuanto fijación de un marco institucional que permite la manifestación de su voluntad. Así, la legitimidad democrática de una Constitución no dependerá de las condiciones de producción de la misma, sino que estará dado por la medida en que el sistema institucional pueda construir un poder político en el que la igualdad formal, en sentido estricto, de todos los miembros de la comunidad política para poder participar de la toma de decisiones vinculantes respecto de todos esté garantizada. La igual participación se manifiesta especialmente en las posibilidades de optar al ejercicio del poder político dentro de la comunidad, que deben ser esencialmente las mismas para cada uno. Es justamente dicha radical indeterminación en cuanto al ejercicio del poder política la que determina la dimensión temporal de la legitimidad democrática de una Constitución: ésta no opera respecto de la decisión que la originó –incluso la satisfacción de todas las condiciones de una asamblea democrática sería incapaz de justificar, por ejemplo, el especial régimen de reforma que pretende “estabilizar” una Constitución en el tiempo, incluso más allá de la generación que la originó-, sino que respecto de la próxima decisión que la comunidad política tome respecto de sí misma.

Lo dicho no debe, sin embargo, interpretarse como irrelevancia dl origen de una Constitución, sino que simplemente centrar la discusión sobre la legitimidad democrática de una Constitución en lo que pareciera ser la dimensión en la que la misma puede desarrollar su mayor potencial.


(*) Abogado de la Universidad de Chile

lunes, 6 de mayo de 2013

Puente Pio Nono convoca a opinar sobre el régimen político vigente en Chile y sus perspectivas de reforma



La Revista Puente Pío Nono surgió hace más de tres años con la misión de “contribuir a levantar el cada vez más alicaído debate nacional, muchas veces centrado en lo accesorio y no en la sustancia” en una época en que Chile carecía de la efervescencia política y social que exhibe desde el año 2011.

A más de tres años de la publicación de las primeras columnas en Puente Pio Nono, sorprende todo lo que ha pasado en Chile en el tiempo intermedio. En ese momento, era difícil imaginar que la expresión “Chile es un país muy largo, mil cosas pueden pasar” pudiera aún tener alguna vigencia. Sin embargo, las cosas han cambiado: hoy no solamente se discute públicamente en Chile sobre nuestra matriz energética, el sistema educacional o la legitimad de los quórum reforzados, sino derechamente sobre llamar a una asamblea constituyente.

Mientras algunos de los editores de la Revista Puente Nono miramos con cierta reticencia la radicalización que vive el país, otros saludan con esperanzas estos nuevos tiempos, pero todos tenemos en común un gran interés por abordar reflexivamente la situación que actualmente vive Chile. En este escenario, aspiramos a que el espíritu que animó, hace más de tres años, el surgimiento de Puente Pio Nono, cumpla hoy más que nunca su cometido, facilitando un “tránsito de ideas que resulte provechoso para la comunidad nacional”. Para tal efecto, hoy convocamos a todos nuestros lectores y, especialmente, a nuestros columnistas habituales a enviarnos sus reflexiones sobre la situación del régimen político vigente en Chile y sus perspectivas de reforma, a leer los artículos que se publiquen, comentarlos y difundirlos.

Ahora, más que nunca, la invitación a publicar en las “páginas virtuales” de Puente Pio Nono está abierta.

Ernesto Vargas Weil
Revista Puente Pio Nono

lunes, 22 de abril de 2013

Algunas consideraciones en torno a la destitución de Harald Beyer: Respuesta a Rodrigo Campero T.




Javier Wilenmann von Bernath (*)

Rodrigo Campero expuso con elegancia en una columna publicada el día 18 de abril, el tipo de razones por las cuáles la destitución de Harald Beyer ha sido sentida (y presentada) como expresión de una crisis política por algunos. No pretendo desmentir esa consideración: creo que efectivamente existe algo así como una crisis política, pero por razones distintas a las que el Sr. Campero plantea.

Hay dos razones que hacen difícil no hablar de crisis política. La primera es que la invocación de la aplicación de derecho con pretensiones de reproche para ejercer acciones políticas, es en sí expresiva de crisis. Con toda la rudeza que puede significar el ejercicio de la acción política, ella al menos no es pragmáticamente expresiva de reproches por infracción sancionable de normas. Al contrario, la política deliberativa pretende sustituir el ejercicio del poder a través de la instrumentalización de éste – con herramientas como la instrumentalización del reproche –, por ejercicio del poder a través de razones.

Es mucho más expresivo de crisis, sin embargo, el hecho que prácticamente todos quienes concurrieron con su voto a condenar a Beyer, hayan dicho que no existían motivos para condenarlo. No sólo el caso de los aquellos como Soledad Alvear que sentían estar haciendo algo que no querían e invocaban a Dios para reconfortarla, sino incluso aquellos como Alejandro Navarro, cuyo reproche a Beyer consistía en “ser guardián del modelo”. Por supuesto, creo que Beyer efectivamente era “guardián del modelo” y que eso efectivamente es reprochable, pero no que eso sea razón para acusar de no cumplir con las obligaciones constitucionales en una medida tal que amerite destituirlo contra la voluntad del Presidente, de cuya legitimidad depende el poder del Ministro.

Quien sostenga que se trataba de un simple conflicto jurídico, que existía una regla que permite fiscalizar y una norma que permite sancionar con cierre a aquellas universidades que no cumplen con ciertas condiciones – entre ellas la obligación de reinvertir las utilidades –, y que no se trataba de nada más que de la verificación de eso, por lo que es irrelevante que los senadores no lo sintieran así, es ingenuo. Ello implica partir de la premisa que Harald Beyer tendría que haber sido destituido de no cerrar todas las universidades con formas de relaciones internas dudosas, y que hacer cualquier cosa que no sea así, implicaba infringir deberes constitucionales y merecer una sanción cuasi-penal. Peor, implica creer que el contenido de deberes políticos generales no se encuentra condicionado a consideraciones políticas. Por supuesto, quien sostenga esto tiene que considerar que no existe ninguna crisis que no sea reducible a la persona de Beyer. Eso es falso.

Antes, lo crucial en el caso Beyer es que demuestra la impotencia del Parlamento y la tentación liberadora que supone la estructuración actual de la acusación constitucional. Bajo cualquier separación de poderes tradicional, la influencia del Parlamento en el Ejecutivo y en el Poder Judicial se ejerce simplemente dictando leyes. El evidente cambio en la consideración política respecto a aquello que un Ministro de Educación debiera hacer en sus relaciones con las universidades, tendría que expresarse en un sistema que funcione normalmente dictando leyes. La misma mayoría que destituyó a Beyer no tendría problemas en, de forma mucho más sana, dictar una ley que disponga facultades de fiscalización y sanción específicas, que no impliquen el suicidio colectivo que implica cerrar más de 7 universidades. En Chile eso no es posible, a menos que el mismo Ministro, cuya opinión no coincide con la del Parlamento, impulse agenda legislativa al respecto, y que además la minoría parlamentaria también esté de acuerdo. La instalación del mensaje prospectivo que “el lucro no es aceptable” – el precedente, como de forma sumamente llamativa se la ha tendido a llamar últimamente –, podría ser instalado no como mensaje dictado a través de la condena a otro, sino como ley. Norma y no simple comunicación. Pero en el Chile de Pinochet, eso no es posible.

La crisis que revela el caso de Beyer es esa: cualquier cambio político relevante es imposible en Chile, por lo que la necesidad de realizar uno se tiende a expresar en actos oblicuos. Rodrigo Campero discute indirectamente que la realización de un cambio político relevante en la educación superior sea, en la medida que lo exige la destitución de Beyer – “fin al lucro” –, necesaria. El argumento de Rodrigo Campero se concentra en defender la idea de Lucro: sería errado sostener que el lucro es en sí malo, ya que todos lucramos con nuestro trabajo y todos nos movemos por incentivos. Eso, sin embargo, sólo es cierto si el concepto de “lucro” y de “incentivo” es tan amplio, que hace imposible otorgarle un sentido específico. Por supuesto, si incentivo es definido de forma tal que cuente como aquello que mueve a hacer algo, entonces es lógicamente presupuesto de todo “hacer algo”. Pero como la cuestión está analíticamente incorporada en el concepto de hacer algo, no se dice nada con ello. Si la tesis es que estamos dispuestos a hacer cualquier cosa por dinero, o que toda acción humana necesariamente puede ser reducida a que iba a recibir más dinero de lo que perdía al ejecutarla, la cuestión ya pasa a tener sentido, pero es abiertamente falsa.

Algo similar sucede con el concepto de lucro. Si lucro quiere decir simplemente “remuneración” de forma indistinta, entonces es evidente que todo quien vive necesita de lucro, ya que de otra forma no podría costear su vida privada. El concepto de lucro en cuestión no es, sin embargo, ese, sino un concepto mucho más específico. Lucro es la utilidad que obtiene el capital mediante trabajo al menos parcialmente ajeno. El profesor universitario no lucra. Incluso el administrador o director de la universidad no lo hacen, porque formalmente obtienen retribución por su trabajo. Todos tienen conciencia de capitalistas, pero son en rigor proletarios. El dueño de la universidad, en cambio, lucra cuando retira las utilidades que la universidad obtuvo.

Hay buenas razones para oponerse al lucro en la educación. El tipo de razones pueden ser distintas: (i) morales generales; (ii) morales relacionadas con la educación; (iii) morales relacionadas con recursos públicos; (iv) funcionales generales o (v) funcionales específicas al caso de las universidades.

En el caso (i), puede sostenerse que toda forma de obtener ganancias con trabajo ajeno es inmoral, sea por utilización de otro, sea por una consideración personal (“puritana”), que la ganancia sólo es digna cuando es fruto del trabajo. Rodrigo Campero parece oponerse a este tipo de argumentos. No pretendo discutir eso aquí. La pregunta es si su oposición es aplicable a (ii) y (iii). En el caso (ii), se trata de la pregunta de si existen tipos de actividades en que la obtención de ganancias por puro capital sea injustificable. Es decir, no porque obtener ganancias con trabajo ajeno sea inmoral, sino porque obtener ganancias con trabajo ajeno en un área de particular susceptibilidad lo es. Aquí, el argumento típicamente es que el tipo de actividad que implica la educación y la relevancia que tiene para una persona, hace que sea fácilmente coactiva. El estudiante y los padres sienten que es tan relevante realizarla, que se encuentran dispuestos a pagar cantidades altas de dinero y con ello perjudicarse a sí mismos, a partir de lo cual el dueño de la universidad obtiene una ganancia. Uno puede, además, vincular el argumento (ii) con el argumento (v): en un área en que los recursos son escasos, destinar parte de los recursos a satisfacer retiros de utilidades puede ser disfuncional en la confección de la actividad en cuestión.

El argumento (ii) se ve reforzada por (iii): las universidades además obtienen recursos públicos, con lo que es imposible no considerar que parte importante de esos recursos están siendo apropiados por capital. (ii) y (iii) son argumentos políticamente fuertes y que no tienen relación con la caricatura que presentan los medios de comunicación, en relación a que habría hipocresía en decir que el lucro es malo y la mismo tiempo cobrar un sueldo.

El argumento (iv) es, en cambio, al menos inverosímil. Sostener que la organización general de la economía a partir de la autorización del lucro (y, con ello, del capital) es generalmente disfuncional, es al menos poco convincente. Eso no quiere decir que sea traspasable a (v). En un área en que el desarrollo de la actividad no depende de maximización de la producción, sino del desarrollo de actividades intelectuales, no es evidente que permitir el ingreso de capital ayude en algo. Al contrario, pueden tender a distraer tanto los recursos como la organización de la actividad a la generación de ingresos sobre costos. Las universidades privadas en Chile lo demuestran: todas las buenas universidades privadas (PUC, PUCV, UAI, UDP, Los Andes) no tienen fines de lucro, las malas universidades tienden a tenerlo.

La derecha ha tendido a defender la organización lucrativa de la educación, sosteniendo que Chile no puede permitirse entregar servicios públicos con estándares desarrollados. Si el argumento es cierto, entonces mucho menos puede permitirse utilizar los pocos recursos que tiene para la educación, en generar utilidades para inversionistas.


(*) Abogado, Universidad de Chile. Profesor Facultad de Derecho Universidad Adolfo Ibáñez.