martes, 7 de mayo de 2013
Asamblea constituyente y legitimidad democrática
Rodrigo Kaufmann Peña (*)
Luego del clima de efervescencia política que se ha
vivido en Chile en los últimos años, las elecciones presidenciales y
parlamentarias programadas para fines del presente año resultan especialmente relevantes:
constituyen la forma de encauzar la discusión hacia el interior del marco
institucional, llevándola desde la figura (de relevancia democráticamente
residual) de la mera expresión de posiciones políticas a través del ejercicio
de la libertad de reunión y expresión hacia el núcleo de la democracia representativa
moderna: el congreso.
No es de extrañar entonces que, bajo las actuales
condiciones, las distintas candidaturas pretendan con sus propuestas articular
las principales demandas que han sido manifestadas en los últimos años. Un
lugar especialmente relevante dentro de dichas demandas lo ocupa la formulación
de un nuevo texto constitucional que reemplace la Constitución de 1980,
aprobada mediante plebiscito -realizado sin registros electorales- durante la
dictadura de Pinochet.
La pretensión de una asamblea constituyente aparece en
las actuales condiciones como la vía idónea para purgar el vicio de origen de
la actual Constitución y garantizar una democracia plena.
Pero, ¿tiene la realización de una asamblea
constituyente el potencial democrático que se le atribuye en la discusión
vigente en Chile?
La legitimación democrática de una Constitución
generada en una asamblea constituyente deriva, de acuerdo a la noción
tradicional del “poder constituyente” y formulado en forma algo simple, del hecho
de ser dicha Constitución una decisión por una comunidad política sobre la
forma en que la misma se autogobernará, tomada directamente por dicha comunidad
y de forma libre (es decir, sin encontrarse vinculada por estructuras
institucionales preexistentes).
La Constitución constituye sin lugar a dudas una
decisión de especial importancia dentro de una comunidad política: al organizar
todo lo relativo al poder político, fija las instituciones y procedimientos en
virtud de los cuales la misma adoptará decisiones vinculantes para cada uno de
sus miembros. Así las cosas, no puede parecer sino obvio el pretender
vincularla, en su origen, a una decisión democrática, es decir, a una decisión
en la que todos los miembros de la comunidad hayan tenido la misma posibilidad
de influir.
Sin embargo, una prueba puede servir para analizar si
el origen de una Constitución juega realmente el rol central en términos de
legitimidad democrática que la idea del poder constituyente pretende. Bajo el
presupuesto de presentar la Constitución chilena de 1980 déficits democráticos,
¿consideraríamos que dichos déficits han desaparecido o disminuido si el mismo
texto hubiera sido adoptado por una asamblea constituyente? Si, como creo, la
respuesta es que un origen distinto en nada cambiaría nuestro juicio sobre la
Constitución de 1980, ¿puede entonces decirse que el origen juega un rol
central en nuestros juicios sobre legitimidad democrática de una Constitución?
Una manera de explicar lo anterior es reconocer que la
Constitución es una norma jurídica que tiene un estatus especial. Dicho estatus
exige concebir a la Constitución no como un producto de voluntad política
(concretamente: democrática), tal como las demás, sino principalmente como la
fijación de la vía de manifestación de la misma. El valor central de una
Constitución no radica en su vínculo con el soberano democrático, sino que, en
primer lugar, en su construcción –en su constitución-
y, en segundo, en cuanto fijación de un marco institucional que permite la
manifestación de su voluntad. Así, la legitimidad democrática de una
Constitución no dependerá de las condiciones de producción de la misma, sino
que estará dado por la medida en que el sistema institucional pueda construir
un poder político en el que la igualdad formal, en sentido estricto, de todos
los miembros de la comunidad política para poder participar de la toma de
decisiones vinculantes respecto de todos esté garantizada. La igual
participación se manifiesta especialmente en las posibilidades de optar al
ejercicio del poder político dentro de la comunidad, que deben ser
esencialmente las mismas para cada uno. Es justamente dicha radical
indeterminación en cuanto al ejercicio del poder política la que determina la
dimensión temporal de la legitimidad democrática de una Constitución: ésta no
opera respecto de la decisión que la originó –incluso la satisfacción de todas
las condiciones de una asamblea democrática sería incapaz de justificar, por
ejemplo, el especial régimen de reforma que pretende “estabilizar” una
Constitución en el tiempo, incluso más allá de la generación que la originó-,
sino que respecto de la próxima decisión que la comunidad política tome
respecto de sí misma.
Lo dicho no debe, sin embargo, interpretarse como
irrelevancia dl origen de una Constitución, sino que simplemente centrar la
discusión sobre la legitimidad democrática de una Constitución en lo que
pareciera ser la dimensión en la que la misma puede desarrollar su mayor
potencial.
(*) Abogado de la Universidad de Chile
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