miércoles, 26 de octubre de 2011

Las ciclovías: una expresión de respeto de la ciudad a sus habitantes

Rodrigo Galleguillos Martín (*)

Gracias al Programa de Intercambio de la U. de Chile, tuve la posibilidad de cursar el último semestre de mis estudios en Copenhague, Dinamarca. Esta experiencia cambió mi percepción del mundo en distintas materias, pero hay una de ellas que me gustaría compartir en esta columna: el respeto de una ciudad o país hacia sus habitantes, expresado en la manera en que se organiza el transporte, público o privado.

Un amigo chileno, haciendo un tour por la capital danesa, me decía: “Si te fijas, esta ciudad te respeta: puedes elegir – realmente – cómo quieres moverte. A diferencia de Chile, utilizar transporte público o la bicicleta no es una carga, y dicho uso tiene un estándar de seguridad y confort más o menos equivalente al auto”. Las palabras de mi amigo me abrieron los ojos respecto a cómo el valor de respetar al otro, se expresa también en el modo en que funciona el transporte al interior de la ciudad. En efecto, si uno elige no tener auto (o no puede acceder a él) Copenhague ofrece a sus habitantes una red de transporte público de calidad y una extensa red de ciclovías, las cuáles son mantenidas en excelente estado. La ciudad está hecha para que la bicicleta sea, realmente, un medio de transporte, existiendo estacionamientos ad hoc en estaciones de trenes y metro que permiten conmutar el uso de ambos medios de transporte con la bicicleta.

¿Por qué traigo a colación este tema, máxime considerando que hoy en Chile existen numerosos blogs y comunidades que promueven furiosamente el uso de la bicicleta? Por que en ningún blog ni carta al director he visto expresado el factor “respeto al ciudadano” que conllevan aquellas políticas públicas destinadas a habilitar ciclovías y espacios adecuados para fomentar el uso de la bicicleta como medio de transporte.

El mayor valor agregado que puede brindar una política pública es contribuir a una mejor calidad de vida de las personas. La pésima percepción del Transantiago ocurre, a mí entender, por que su implementación no respetó a los ciudadanos: se les hizo modificar sus estilos de vida y, lo que es peor, trastocó los tiempos que las personas dedican a su vida personal y familiar. El Transantiago generó todos los estímulos posibles para que la gente comprase un auto, lo que trajo consigo un explosivo aumento en el número de vehículos en la capital y las consecuentes externalidades negativas en materia de contaminación y atochamientos (a modo de ejemplo, recuerdo que hasta antes del 2007 los tacos en Américo Vespucio estaban circunscritos a horas peak, en día de semana… y no a toda hora, como sucede en la actualidad).

Una ciudad que invierte en ciclovías y fomenta el uso de la bicicleta le está diciendo a sus ciudadanos: si no tienes plata para comprar un auto, o acceder al transporte público, nosotros nos preocupamos de darte un medio de transporte que prescinde de tu capacidad económica, y que permite que te desplaces por la urbe con seguridad y comodidad. Así, en forma adicional a los beneficios en materia de salud, medioambiente y turismo que trae consigo una política pública de desarrollo de ciclovías, una ciudad que fomenta el uso de la bicicleta está transmitiendo también una potente señal de democracia en el uso del espacio público: la ciudad ofrece medios de transporte dignos y seguros para todos.

En suma, considero que la habilitación de ciclovías adecuadas a lo largo y ancho de Santiago, y el desarrollo de infraestructura que permita la conectividad con otros medios de transporte (público o privado) constituiría una expresión de democracia y respeto, por parte de la capital de Chile, a sus ciudadanos.

(*) Abogado, U. de Chile

jueves, 25 de agosto de 2011

Plebiscito, ¿Sí o No?


Rodrigo Campero T. (*)

Más allá del juego de palabras del título de la presente columna, resulta pertinente analizar algunas razones a favor y en contra de la realización de un eventual plebiscito, como se ha propuesto por algunas voces, para encontrar una salida a la crisis de la educación que ha monopolizado la agenda pública durante los últimos meses.

En cuanto a las razones a favor de un plebiscito, puede mencionarse, en primer lugar que la realización de un referéndum permitiría a la ciudadanía, en forma directa, zanjar un conflicto que parece encontrarse en un punto muerto dada la incapacidad que han evidenciado tanto el gobierno como los actores sociales de sentarse a conversar acerca de una solución racional a este problema. Incapacidad del gobierno, por sus numerosos errores al encarar una situación tan compleja, e incapacidad de los actores sociales por plantear como asuntos esenciales e intransables materias complejas, no susceptibles de resolver en el corto plazo.

En segundo lugar, y relacionado con la razón anterior, un argumento a favor de un plebiscito constituye la legitimidad ciudadana que el resultado del mismo tendría, en aras de la resolución del conflicto.

Los motivos antes expresados servirían de argumentos suficientes para apoyar la realización de una consulta para resolver el conflicto de la educación. Sin embargo, existen cuestiones que deberían ser resueltas en forma previa, para poder considerar al plebiscito como una herramienta aceptable y legítima para la resolución de este caso.

En primer término, surge de inmediato una interrogante esencial: ¿Quién formula las preguntas sometidas a plebiscito? El tema no es menor, puesto que no existiendo un mecanismo legitimado socialmente (sin perjuicio de la regulación constitucional sobre la materia, que es muy puntual) para la definición de tal cuestión, es imposible pensar en un referéndum sobre el cual la ciudadanía pueda depositar su confianza y aceptación.

En segundo lugar, surge la interrogante acerca de la legitimidad y autoridad de la o las personas sobre las cuales recaería la responsabilidad de formular las preguntas sobre las cuales la ciudadanía se pronunciaría. Ante la inexistencia de un consenso acerca del ente habilitado para definir una cuestión de tamaña trascendencia, necesariamente habrán sectores que no se sentirán tanto representados por la voluntad emanada de la respuesta a la consulta, como obligados a cumplir con lo resuelto, ante la sospecha de la existencia de letra chica que pudiese distorsionar el resultado del plebiscito o las condiciones de la implementación del resultado arrojado por éste.

Asimismo, cabe preguntarse, en tercer lugar, acerca de la conveniencia de someter a la consulta popular, materias de alta densidad técnica, cuya respuesta escapa al mero voluntarismo. A modo de ejemplo, si el motivo de la consulta fuese el término del lucro en materia educacional, ¿cuál sería el alcance de la respuesta? ¿Cómo conciliar una respuesta, a veces influida por el componente emocional, contingente o derechamente por consignas, con consecuencias tanto económicas como legales? No se trata de menospreciar la voluntad popular, pero es un hecho que muchas veces las cuestiones son más complejas, en cuanto a su contenido, de lo que parecen.

Finalmente, un argumento en contra de un eventual plebiscito es que su realización implicaría renunciar a las instituciones que, para bien o para mal, durante los últimos años nos hemos dado para la resolución de nuestros problemas, modificándolo por puro voluntarismo ante la imposibilidad de plantear un diálogo razonable. Nada obsta que tales instituciones sean modificadas, a la luz de los cambios propios de la dinámica social, pero cambiarlas únicamente por la incapacidad de la sociedad de adoptar una posición madura frente a un problema complejo, demuestra un débil compromiso con valores en los que todos dicen creer pero pocos parecen demostrarlo.

(*) Abogado, U. de Chile.

viernes, 5 de agosto de 2011

Educación Pública, Autonomía y Transparencia

Diego Cartes Saavedra (*)

Hace algunos meses encontré un tema que llamó mucho mi atención. Me refiero al requerimiento de inaplicabilidad presentado ante el Tribunal Constitucional por el Rector de la Universidad de Chile, en contra de disposiciones específicas de la Ley de Transparencia (20.285). Y llama mi atención principalmente, en momentos en que la gratuidad y calidad de la educación es un tema en discusión, por cuanto es conocido y reiterado el argumento de que el Estado debe aumentar su aporte a sus Universidades, a fin de proteger la educación pública. Sin embargo, en un caso distinto, se argumenta que la sujeción de ellas a la citada Ley de Transparencia vulnera la “autonomía universitaria“.

¿Afecta el deber de transparencia, y particularmente La ley 20.285, a la Autonomía Universitaria?
Creo que la materia es digna de analizar, por lo que haré un breve resumen del caso.

Los Hechos

El caso tuvo su origen en la solicitud que hiciera un estudiante a la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile, de copia de las actas de la Comisión Ad-Hoc del Claustro de dicha entidad, como asimismo, de la nómina del personal de dicha Facultad, incluyendo remuneraciones y funciones. La negativa de dicha institución se fundó, respecto de los primeros, en la reserva temporal establecida en el artículo 21 b) de la Ley de Transparencia -esto es, que su publicación, comunicación o conocimiento afecta el debido cumplimiento de funciones del órgano requerido-. Respecto de los segundos, se le indicó al solicitante que debía dirigirse a la unidad universitaria encargada de dichas materias.

Ante esta respuesta, el afectado recurrió de amparo ante el Consejo para la Transparencia, entidad que acogiendo su reclamación, hizo presente la falta de fundamentación de la referida causal de reserva temporal, al no acompañarse antecedente alguno que permitiera motivar cómo dicha publicidad afectaría el debido cumplimiento de las funciones universitarias, convirtiéndose dicha negativa, por tanto, en una decisión arbitraria e ilegal. Por otra parte, en relación a la información remuneratoria, se recordó que es deber del organismo requerido remitir de inmediato a la unidad correspondiente la citada solicitud de información, la cual, por lo demás, aún no había sido entregada.

Frente a esta decisión, la Universidad de Chile recurrió ante la Corte de Apelaciones de Santiago, requiriendo la ilegalidad de la decisión del Consejo. En esta oportunidad, sus argumentos dieron un giro y fueron distintos: Sostuvo que, a su juicio, como dicha Corporación reviste la calidad de persona jurídica de derecho público, si bien se encuentra sujeta al deber de publicidad establecido en el artículo 8° inciso segundo de la Constitución Política, no le resulta aplicable la ley N° 20.285, sobre Acceso a la Información Pública, al no encontrarse comprendida en la enumeración de órganos que contiene su artículo 2° inciso 1°.

Esta interpretación no fue compartida por esa Magistratura, la que rechazó el reclamo, en base a dos argumentos principales:

1. Que la Universidad de Chile -y por tanto, las demás Universidades del Estado- es un “servicio público”, ya que se encuentra encargada de satisfacer necesidades colectivas de manera regular y continua -en este caso, educacionales-, aunque esta función la cumpla descentralizadamente, pues es indiferente que se ejecute por un órgano centralizado o descentralizado.

2. Que la autonomía universitaria, entendida como la potestad para determinar la forma y condiciones en que deben cumplirse sus funciones de docencia, de investigación, de creación o de extensión, de aprobación de planes de estudios, organización de su funcionamiento, administración y presupuesto, no pugna con la circunstancia de que los actos y resoluciones de los órganos del Estado, así como sus fundamentos y los procedimientos que utilicen, sean públicos por disposición de la Constitución y salvo que una ley de quórum calificado establezca la reserva o secreto de estos actos y resoluciones, cuando la publicidad afecte a los valores que la Carta salvaguarda. Y tampoco pugna con la Ley de Transparencia, desde luego, porque será la propia universidad la que seguirá regulando la forma de cumplir sus funciones, siendo la verificación del actuar con transparencia en el ejercicio de la función pública, un acto posterior, de control y únicamente en lo que hace a los objetivos de la Ley 20.285.

Finalmente, esa Casa de Estudios recurrió de queja ante la Corte Suprema, para posteriormente presentar un recurso de inaplicabilidad por inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional, que se encuentra actualmente en tramitación.

Consideraciones.

1. ¿Son las Universidades del Estado “servicios públicos”?: Es claro que la Universidades Estatales, como órganos de éste, se encuentran sujetas al deber de transparencia consagrado en el inciso 2º del artículo 8º de nuestra Constitución Política, el cual incluso es conceptualizado por algunos como un Derecho Fundamental de Acceso a la Información Pública. En este entendido, los actos y resoluciones de los órganos del Estado deben ser públicos, como asimismo sus fundamentos y los procedimientos que utilicen. Por ende, cualquier reserva o secreto, requiere la dictación de una ley de quórum calificado, fundado en que dicha publicidad afectare el debido cumplimiento de las funciones de dichos órganos, los derechos de las personas, la seguridad de la Nación o el interés nacional. De esta manera, pareciera que el cumplimiento irrestricto de dicho principio haría innecesario el establecimiento de un procedimiento de apremio para la entrega de información. Sin embargo, la práctica muchas veces supera la teoría, y se requieren medios compulsivos para lograr la entrega de la información solicitada.

Es ésta la realidad que tuvo presente el legislador al dictar la ley Nº 20.285, sobre Acceso a la Información Pública. Su artículo 2º se encarga de establecer su órbita de aplicación. Utiliza para ello un concepto amplísimo de Administración del Estado, que no solamente incluye a la administración activa, sino también a las autonomías constitucionales e incluso, en ciertos casos, a la actividad del Estado Empresario. Por ende la pregunta clave a resolver es si las Universidades del Estado integran la Administración, esto es, si son servicios públicos creados para el cumplimiento de la función administrativa.

La Corte de Apelaciones de Santiago así lo declaró, al señalar que las Universidades del Estado cumple las características de un servicio público, de satisfacer necesidades públicas de manera regular y continua. Un criterio similar ha sostenido la Contraloría General de la República, por ejemplo, en su dictamen Nº 24.353, de 2011, entre otros, que ha indicado que la Universidad de Chile constituye un organismo integrante de la Administración del Estado, de aquellos a que se refieren los artículos 1°, inciso segundo, y 21, inciso primero, de la ley N° 18.575, Orgánica Constitucional de Bases Generales de la Administración del Estado, cuerpo legal que, por lo demás, utiliza un concepto de Administración más restrictivo que la Ley 20.285. Así, a mi juicio, podría sostenerse que si las Universidades son Administración para el concepto más reducido de la Ley de Bases Generales de la Administración del Estado, con mayor razón revisten esa calidad en la concepción más amplia de la Ley de Acceso a la Información Pública.

2. El concepto de autonomía universitaria: El artículo 79 de la Ley N° 18.962, Orgánica Constitucional de Enseñanza, entiende por autonomía el derecho de cada establecimiento de educación superior a regirse por sí mismo, de conformidad con lo establecido en sus estatutos, en todo lo concerniente al cumplimiento de sus finalidades, y comprende la autonomía académica, económica y administrativa.

La autonomía académica incluye la potestad de las entidades de educación superior para decidir por sí mismas la forma cómo se cumplen sus funciones de docencia, investigación y extensión y la fijación de sus planes y programas de estudio.

La autonomía administrativa faculta a cada establecimiento de educación superior para organizar su funcionamiento de la manera que estime más adecuada de conformidad con sus estatutos y las leyes;La lectura de este artículo pareciera dar a entender que la autonomía universitaria dice relación con una autonomía de gestión, enfocado principalmente en materias educacionales, en cuya virtud ningún organismo externo puede impartirle órdenes o instrucciones sobre, por ejemplo, cómo impartir educación, o qué materias deben ser necesariamente enseñadas. En este entendido, es autónoma en el mérito de sus decisiones educacionales. Sin embargo, y desde mi punto de vista, esta libertad de acción docente no se contrapone en caso alguno a que, una vez adoptadas decisiones, éstas sean públicas, así como sus fundamentos y procedimientos para ser adoptadas, y en el mismo entendido, se encargue la función de control de la entrega de dicha información a un organismo distinto, como sucede con el Consejo para la Transparencia, el cual, como es sabido, no puede afectar mediante el ejercicio de sus atribuciones el contenido de las decisiones que, en materias educacionales, adopten esas Casas de Estudio. Este es el sentido, a mi juicio correcto, en que ha sido resuelta la materia por la Corte de Apelaciones de Santiago.

El debate aún está abierto, por lo que resultará muy interesante la decisión que adopte el Tribunal Constitucional, tanto desde el punto de vista jurídico, como desde la vereda del control ciudadano a las actuaciones de los organismos del Estado, a fin de erradicar definitivamente las decisiones arbitrarias. Como se dice cada vez con más fuerza, “la transparencia es la nueva objetividad”.

(*) Abogado U. de Chile.

lunes, 25 de julio de 2011

La huella de carbono y el consumo responsable

Rodrigo Galleguillos Martín (*)

Por estos días, resulta tremendamente atractivo para empresas y proveedores de servicios presentarse ante los consumidores como empresas conscientes con el medio ambiente. En tal sentido, ha surgido toda una industria alrededor de la “huella de carbono”, concepto que buscar reflejar el volumen de gases efecto invernadero (GEI) que se han emitido con ocasión de la producción, transporte, comercialización y venta final de un producto y/o servicio. En Chile ya existen empresas que están implementando políticas para calcular y reducir su huella de carbono, y cada día existen más consumidores que prefieren aquellos productos y servicios que aseguran haber reducido dicha huella. Consecuencia de lo anterior es que ya ha comenzado a germinar un nicho de consumidores conscientes, capaces de crear tendencias y constituirse en mayoría a lo largo de esta década.

Precisamente, por el potencial que tiene el consumo responsable para avanzar hacia un desarrollo sustentable y, considerando el incipiente estado de desarrollo del mercado, en cuanto a “huella de carbono” se refiere, es que resulta necesario disminuir las fuertes asimetrías de información que existen respecto a esta materia en el país.

En primer lugar, la determinación de la huella de carbono de una empresa, servicio o actividad requiere una metodología de cálculo, la cual debiese ser ejecutada por un tercero independiente en base a un estándar predefinido. Luego, una vez determinada ésta, aquel agente que busque reducir o neutralizar su huella de carbono tendrá dos opciones: a) podrá ejecutar por sí esfuerzos de reducción o mitigación, los cuáles deberían ser medidos y certificados por un tercero independiente, en base a una metodología predefinida; o b) podrá acudir al mercado de bonos de carbono y comprar tantos bonos como emisiones desee reducir o neutralizar. En este último caso, resultará de la máxima importancia definir qué bonos está comprando, y de qué proyectos de mitigación éstos provienen. Esto, pues el mercado ofrece una amplia variedad de bonos de carbono, cuyo valor económico dependerá de la seriedad del proceso de verificación y certificación que lo respalda, y del tipo de proyectos en que éstos fueron generados (bajo un criterio de sustentabilidad, no es lo mismo una tonelada de GEI abatida por la instalación de filtros en chimeneas, a una tonelada de GEI abatida en un proyecto de tratamiento de aguas servidas).

En atención a lo expuesto, no basta con que una empresa diga que ha medido y/o reducido su huella de carbono. Los consumidores debiésemos saber quién midió dicha huella y bajo qué estándares se realizó dicha medición. Asimismo, cuando una empresa dice al mercado que “ha reducido su huella de carbono”, ésta debiese explicitar qué esfuerzos de mitigación ha realizado (y, nuevamente, quién ha acreditado dicha reducción) o bien, en el caso que ésta haya adquirido bonos de carbono, debiese señalar explícitamente qué tipos de bonos adquirió y/o el origen de dichos bonos. En tal sentido, a nivel internacional, existe una certificación denominada Gold Standard que certifica aquellos bonos de carbono emitidos en proyectos con un fuerte impacto en sustentabilidad. Y, lo que resulta más relevante, es que existe un mercado de consumidores que exigen y que están dispuestos a pagar más por bonos generados en proyectos altamente sustentables, calificados como tales por el citado estándar de certificación.

Una mayor transparencia en los estándares utilizados en la medición y neutralización de la huella de carbono permitirá a los consumidores, en primer lugar, adquirir un conocimiento sobre cómo funciona el mercado y, en segundo lugar, permitirá que éstos puedan premiar (con su fidelidad y consumo) a aquellas empresas que hagan un mayor esfuerzo en materia de sustentabilidad. Siguiendo la máxima de Santo Tomás “ver para creer”, parece razonable que los consumidores prefieran aquellos productos o servicios que generan beneficios ambientales tangibles o – al menos – ubicados dentro de su ciudad o país.

El incipiente estado de desarrollo de este mercado hace que pueda resultar apresurado instar a la adopción de leyes (u otra clase de regulación normativa) sobre el tipo de información que los agentes deben proporcionar respecto a la medición y reducción de su huella de carbono.

Sin embargo, el Estado o las asociaciones gremiales podrían comenzar a adoptar medidas tendientes a transparentar la información proporcionada al público, en atención a premiar a aquellas empresas que sí están haciendo esfuerzos serios en mitigación de su huella; a dejar en evidencia a aquellas empresas que hacen un mal uso de este concepto y, en definitiva, a promover los cambios que los chilenos, actuando en su faceta de consumidores, pueden generar para avanzar hacia un desarrollo más sustentable.

(*) Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales, Universidad de Chile.

miércoles, 29 de junio de 2011

La desigual competencia en materia de educación superior

Rodrigo Campero Tagle (*)



“Fin a la privatización de la educación” y “término del lucro”, son las consignas que han dominado las manifestaciones estudiantiles que han tenido lugar con gran fuerza las últimas semanas. Ahora bien, no queda claro, al menos en forma evidente, cual es el contenido de los mencionados planteamientos. Lo único que parece quedar claro, es que calidad y equidad en la educación se opondría a lucro y privatización.

La pregunta, por tanto, sería la siguiente: Calidad y equidad, ¿son conceptos opuestos a una  educación de mercado?

En la presente columna se tratará únicamente el aspecto relativo a la calidad de la educación y su relación con el ánimo lucrativo de los prestadores de la misma, binomio que se suele vincular a las universidades privadas, algunas de las cuales no cumplen con los estándares que se les debiese exigir a una institución de educación superior.

En primer lugar, cabe señalar que las universidades privadas cumplen un importante rol en la ampliación de la oferta educacional, convirtiéndose en herramientas de promoción social, incorporando al sistema de educación superior a muchas personas que, por deficiencias en su formación escolar -verdadera raíz del asunto-, no logran alcanzar los puntajes para cursar las carreras ofrecidas por las universidades tradicionales.

Ahora bien, es indudable que la explosión desregulada de la oferta de educación superior trae aparejada un inevitable problema, que es el aseguramiento de la calidad de la misma. No existen incentivos para el dueño de la universidad de invertir fuertemente en investigación, ciencia o desarrollo, ya que se trata de costos que no maximizarán su rentabilidad, al menos en forma tangible.

Por el contrario, una universidad estatal tiene, más que incentivos, un verdadero mandato respecto de la entrega de una educación de calidad. Esto, debido que corresponde al Estado el deber de fomento cultural de la sociedad, por medio del desarrollo del conocimiento y de la ciencia.

La falencia que presenta la institución privada tendería a desaparecer en un mercado que funcionase correctamente, puesto que una universidad que ofreciera un producto de baja calidad, sería desplazada por otras instituciones prestadoras de una formación de excelencia. En dicho caso, al prestador privado no le quedaría más opción que elevar la calidad del bien producido, con el objeto de mantener la percepción de sus rentas.

Sin embargo lo anterior no ocurre, ya que la competencia que permitiría la eliminación de los malos actores del sistema no existe, debido a los obstáculos que impiden a las universidades públicas operar en un pie de igualdad en relación a sus pares privadas, como lo son por ejemplo las limitaciones en cuanto al financiamiento y el entramado administrativo -más denso- a las que están sujetas.

Esta desventaja constituye una competencia desleal entre instituciones públicas y privadas: ¿Por qué las universidades privadas no están sujetas a las mismas restricciones que las estatales, o bien por qué las públicas no gozan de las mismas facilidades que sus pares privadas, si se supone que el bien producido es el mismo?

Lo anterior termina por provocar el peor de los mundos: no existe premio ni apoyo para los buenos, pero tampoco existe castigo para los malos.

Parece ser que una aproximación para la solución del problema debiese ser poner término a las restricciones arbitrarias que afectan a las universidades estatales, particularmente en lo que se refiere a su financiamiento. De esta forma, no sólo se fortalecería la educación pública sino que además mejoraría la calidad del producto como consecuencia de la mayor intensidad de la competencia, con lo cual el peor de los mundos desaparece al quedar todos los actores jugando en un campo más parejo.


(*) Abogado, Universidad de Chile.

jueves, 26 de mayo de 2011

Participación ciudadana en la definición de una política energética nacional

Rodrigo Galleguillos Martín

La formulación de una política pública constituye un escenario complejo, donde coexisten distintos actores que buscan influir en el resultado final. En tal sentido, resulta relevante que en dicha etapa participen distintos agentes, pues ello contribuye a enriquecer el debate, reviste de legitimidad democrática al proceso de formulación, y permite que aquéllos que se verán afectados por la política pública sientan que sus opiniones fueron recogidas y valoradas dentro del espacio de discusión previo a la implementación de ésta.

Considerando la importancia que han adquirido en los últimos años las temáticas vinculadas a energía, medioambiente, y desarrollo sustentable, cabe destacar la iniciativa del Gobierno de lanzar una Comisión Asesora para el Desarrollo Eléctrico, la cual tendrá como misión analizar y establecer las bases de una política energética de largo plazo para el país. De acuerdo a lo expresado por el Ministro de Energía, Laurence Golborne, la mencionada Comisión tendrá un carácter transversal y representativo, compuesta por expertos en materia energética, medioambiental y regulatoria, y tendrá la misión de abrir el debate sobre el sistema eléctrico nacional, basado en los recursos del país y considerando la viabilidad técnica, económica y ambiental de las diferentes tecnologías.[1]

Sin embargo, al revisar el listado de los expertos llamados a conformar este grupo de trabajo, queda en entredicho el carácter transversal y representativo al cual, supuestamente, apunta esta Comisión: la mayoría de los expertos están vinculados a la industria de generación de energía eléctrica, la cual constituye uno de los principales grupos de interés en la definición de una política energética nacional. Una posible consecuencia de esta conformación será que el resultado que emerja de dicha Comisión podrá recibir críticas por no representar las distintas visiones sobre cómo debe abordar Chile el reto energético. Asimismo, resulta sorprendente que la Comisión no incluya a representantes de organizaciones ambientales o ciudadanas, más aún considerando que el proceso de aprobación ambiental de Hidroaysén ha demostrado que la ciudadanía está empoderada con los temas ambientales, que tiene una postura sobre el tema y que – literalmente – está exigiendo a gritos ser escuchada y considerada a la hora de abordar el desarrollo de una política energética nacional.

La citada Comisión tendría mucho que ganar con la integración de representantes de ONGs u organizaciones ciudadanas. En tal sentido, se estaría dando una señal al país que el Ministerio elabora la política energética incluyendo a aquellos grupos ciudadanos interesados en la promoción de un desarrollo menos intensivo en el uso de los recursos naturales,  legitimando a esta instancia como una mesa realmente transversal, e incrementando las posibilidades que el trabajo que emerja de la Comisión sea validado por la ciudadanía.

No obstante, de acuerdo al Ministro Golborne, la Comisión Asesora podrá contar durante sus sesiones con invitados que representen a diversos actores del quehacer nacional[2]. Ello abre una ventana para que la Comisión haga partícipe de la discusión a organizaciones ciudadanas y otros agentes que tengan ideas en relación a cómo debiese estructurarse nuestra matriz energética. 

En suma, la idea de abrir la discusión sobre política energética es loable. Sin embargo, la sola  conformación de los miembros de esta Comisión permite intuir que ésta podría ser criticada por carecer de un carácter representativo y transversal. En aras de no desaprovechar esta instancia, es de esperar que la Comisión haga partícipe a la mayor cantidad posible de actores,  y que – en definitiva – se haga un análisis razonado de cómo sus ideas podrían (o no) contribuir a la formulación de una política energética acorde a las exigencias que la ciudadanía hoy está haciendo a nuestra clase política.

miércoles, 18 de mayo de 2011

HidroAysén, oportunidades perdidas

Rodrigo Campero T. (*)

Para desazón de muchos y alegría de otros cuantos, el sinuoso camino que siguió el proceso de calificación del proyecto energético HidroAysén ha concluido con la emisión de una resolución favorable.
Sin embargo, aún existe un largo camino por recorrer. Sin duda surgirán en el camino variados recursos judiciales con el fin de paralizar la ejecución del mega proyecto. Asimismo, aún resta por obtener la autorización ambiental para el trazado de la línea de transmisión eléctrica ha de tenderse entre Aysén y Santiago, cuestión fundamental para el éxito de esta iniciativa energética.
Pese a la existencia de los mencionados obstáculos, que impiden que el proyecto en comento, paradójicamente vea la luz, es posible en estos momentos extraer algunas conclusiones.
En primer lugar, queda de manifiesto que la institucionalidad ambiental chilena requiere, en forma urgente, una revisión en serio. Pese a haber sido objeto de una muy reciente reforma de carácter estructural, nuestra legislación medioambiental sigue adoleciendo de de un gran vicio, a saber, la falta de independencia política y técnica de los entes llamados a otorgar la calificación ambiental de los proyectos entregados a su conocimiento.
Así, el hecho que la aprobación o rechazo deba ser entregado por funcionarios subordinados jerárquicamente y en forma directa a la autoridad central, pone en entredicho la supuesta independencia que tales funcionarios deberían de gozar en el ejercicio de sus funciones, tendiendo un manto de duda acerca de que tan transparente resulta ser la tramitación de esta clase de mega proyectos.
En este sentido, de la misma forma en que se han alcanzado consensos para mejorar la competencia técnica de los organismos reguladores de los mercados, debería avanzarse hacia la creación de un sistema de evaluación ambiental independiente y descentralizado, que minimice la influencia de las autoridades del gobierno central y que legitime la toma de decisiones de carácter ambiental.
En segundo lugar, informaciones de prensa que delatan el vínculo –real o no- de personeros de HidroAysén con autoridades de gobierno, hace aparecer nuevamente el enojoso tema del conflicto de intereses que afecta a varias de nuestras autoridades públicas. Pero más escandaloso que la existencia de este supuesto vínculo, resulta ser que, a estas alturas, la elite política nacional no haya sido capaz de construir consensos que permitan la creación de un sistema eficaz y legitimado socialmente que logre disociar la actividad pública de los negocios privados.
Finalmente, no deja de sorprender el reduccionismo en el que ha caído la discusión ambiental en general y sobre todo este proyecto, en particular. Pese a la existencia de argumentos atendibles de lado y lado, las partes han centrado sus posiciones en lo contingente y no en los temas de fondo, dando lugar a una lucha que a ratos parece librarse entre despiadados hombres de negocios y fanáticos ecologistas milenaristas. Ha quedado fuera del debate una cuestión tan esencial como la definición de políticas estratégicas de largo plazo en materia de medio ambiente. Dicha omisión, más que la aprobación misma del proyecto eléctrico, parece ser la principal tragedia de todas. Se perdió dicha oportunidad en Barrancones y se está perdiendo en HidroAysén.

(*) Abogado U. De Chile