lunes, 22 de abril de 2013
Algunas consideraciones en torno a la destitución de Harald Beyer: Respuesta a Rodrigo Campero T.
Javier Wilenmann von Bernath (*)
Rodrigo Campero expuso con elegancia en una columna publicada el día 18 de abril, el tipo de razones por las cuáles la destitución de Harald Beyer ha
sido sentida (y presentada) como expresión de una crisis política por algunos.
No pretendo desmentir esa consideración: creo que efectivamente existe algo así
como una crisis política, pero por razones distintas a las que el Sr. Campero
plantea.
Hay dos razones que hacen difícil no hablar de crisis política. La
primera es que la invocación de la aplicación de derecho con pretensiones de
reproche para ejercer acciones políticas, es en sí expresiva de crisis. Con
toda la rudeza que puede significar el ejercicio de la acción política, ella al
menos no es pragmáticamente expresiva de reproches por infracción sancionable
de normas. Al contrario, la política deliberativa pretende sustituir el
ejercicio del poder a través de la instrumentalización de éste – con
herramientas como la instrumentalización del reproche –, por ejercicio del
poder a través de razones.
Es mucho más expresivo de crisis, sin embargo, el hecho que
prácticamente todos quienes concurrieron con su voto a condenar a Beyer, hayan
dicho que no existían motivos para condenarlo. No sólo el caso de los aquellos
como Soledad Alvear que sentían estar haciendo algo que no querían e invocaban
a Dios para reconfortarla, sino incluso aquellos como Alejandro Navarro, cuyo
reproche a Beyer consistía en “ser guardián del modelo”. Por supuesto, creo que
Beyer efectivamente era “guardián del modelo” y que eso efectivamente es
reprochable, pero no que eso sea razón para acusar de no cumplir con las
obligaciones constitucionales en una medida tal que amerite destituirlo contra
la voluntad del Presidente, de cuya legitimidad depende el poder del Ministro.
Quien sostenga que se trataba de un simple conflicto jurídico, que
existía una regla que permite fiscalizar y una norma que permite sancionar con
cierre a aquellas universidades que no cumplen con ciertas condiciones – entre
ellas la obligación de reinvertir las utilidades –, y que no se trataba de nada
más que de la verificación de eso, por lo que es irrelevante que los senadores
no lo sintieran así, es ingenuo. Ello implica partir de la premisa que Harald
Beyer tendría que haber sido destituido de no cerrar todas las universidades
con formas de relaciones internas dudosas, y que hacer cualquier cosa que no
sea así, implicaba infringir deberes constitucionales y merecer una sanción
cuasi-penal. Peor, implica creer que el contenido de deberes políticos
generales no se encuentra condicionado a consideraciones políticas. Por
supuesto, quien sostenga esto tiene que considerar que no existe ninguna crisis
que no sea reducible a la persona de Beyer. Eso es falso.
Antes, lo crucial en el caso Beyer es que demuestra la impotencia del
Parlamento y la tentación liberadora que supone la estructuración actual de la
acusación constitucional. Bajo cualquier separación de poderes tradicional, la
influencia del Parlamento en el Ejecutivo y en el Poder Judicial se ejerce
simplemente dictando leyes. El evidente cambio en la consideración política
respecto a aquello que un Ministro de Educación debiera hacer en sus relaciones
con las universidades, tendría que expresarse en un sistema que funcione
normalmente dictando leyes. La misma mayoría que destituyó a Beyer no tendría
problemas en, de forma mucho más sana, dictar una ley que disponga facultades
de fiscalización y sanción específicas, que no impliquen el suicidio colectivo
que implica cerrar más de 7 universidades. En Chile eso no es posible, a menos
que el mismo Ministro, cuya opinión no coincide con la del Parlamento, impulse
agenda legislativa al respecto, y que además la minoría parlamentaria también
esté de acuerdo. La instalación del mensaje prospectivo que “el lucro no es aceptable”
– el precedente, como de forma sumamente llamativa se la ha tendido a llamar
últimamente –, podría ser instalado no como mensaje dictado a través de la
condena a otro, sino como ley. Norma y no simple comunicación. Pero en el Chile
de Pinochet, eso no es posible.
La crisis que revela el caso de Beyer es esa: cualquier cambio
político relevante es imposible en Chile, por lo que la necesidad de realizar
uno se tiende a expresar en actos oblicuos. Rodrigo Campero discute
indirectamente que la realización de un cambio político relevante en la
educación superior sea, en la medida que lo exige la destitución de Beyer –
“fin al lucro” –, necesaria. El argumento de Rodrigo Campero se concentra en
defender la idea de Lucro: sería errado sostener que el lucro es en sí malo, ya
que todos lucramos con nuestro trabajo y todos nos movemos por incentivos. Eso,
sin embargo, sólo es cierto si el concepto de “lucro” y de “incentivo” es tan
amplio, que hace imposible otorgarle un sentido específico. Por supuesto, si
incentivo es definido de forma tal que cuente como aquello que mueve a hacer
algo, entonces es lógicamente presupuesto de todo “hacer algo”. Pero como la
cuestión está analíticamente incorporada en el concepto de hacer algo, no se
dice nada con ello. Si la tesis es que estamos dispuestos a hacer cualquier
cosa por dinero, o que toda acción humana necesariamente puede ser reducida a
que iba a recibir más dinero de lo que perdía al ejecutarla, la cuestión ya
pasa a tener sentido, pero es abiertamente falsa.
Algo similar sucede con el concepto de lucro. Si lucro quiere decir
simplemente “remuneración” de forma indistinta, entonces es evidente que todo
quien vive necesita de lucro, ya que de otra forma no podría costear su vida
privada. El concepto de lucro en cuestión no es, sin embargo, ese, sino un
concepto mucho más específico. Lucro es la utilidad que obtiene el capital
mediante trabajo al menos parcialmente ajeno. El profesor universitario no
lucra. Incluso el administrador o director de la universidad no lo hacen,
porque formalmente obtienen retribución por su trabajo. Todos tienen conciencia
de capitalistas, pero son en rigor proletarios. El dueño de la universidad, en
cambio, lucra cuando retira las utilidades que la universidad obtuvo.
Hay buenas razones para oponerse al lucro en la educación. El tipo de
razones pueden ser distintas: (i) morales generales; (ii) morales relacionadas
con la educación; (iii) morales relacionadas con recursos públicos; (iv)
funcionales generales o (v) funcionales específicas al caso de las
universidades.
En el caso (i), puede sostenerse que toda forma de obtener ganancias
con trabajo ajeno es inmoral, sea por utilización de otro, sea por una
consideración personal (“puritana”), que la ganancia sólo es digna cuando es
fruto del trabajo. Rodrigo Campero parece oponerse a este tipo de argumentos.
No pretendo discutir eso aquí. La pregunta es si su oposición es aplicable a
(ii) y (iii). En el caso (ii), se trata de la pregunta de si existen tipos de
actividades en que la obtención de ganancias por puro capital sea injustificable.
Es decir, no porque obtener ganancias con trabajo ajeno sea inmoral, sino
porque obtener ganancias con trabajo ajeno en un área de particular
susceptibilidad lo es. Aquí, el argumento típicamente es que el tipo de
actividad que implica la educación y la relevancia que tiene para una persona,
hace que sea fácilmente coactiva. El estudiante y los padres sienten que es tan
relevante realizarla, que se encuentran dispuestos a pagar cantidades altas de
dinero y con ello perjudicarse a sí mismos, a partir de lo cual el dueño de la
universidad obtiene una ganancia. Uno puede, además, vincular el argumento (ii)
con el argumento (v): en un área en que los recursos son escasos, destinar
parte de los recursos a satisfacer retiros de utilidades puede ser disfuncional
en la confección de la actividad en cuestión.
El argumento (ii) se ve reforzada por (iii): las universidades además
obtienen recursos públicos, con lo que es imposible no considerar que parte
importante de esos recursos están siendo apropiados por capital. (ii) y (iii)
son argumentos políticamente fuertes y que no tienen relación con la caricatura
que presentan los medios de comunicación, en relación a que habría hipocresía
en decir que el lucro es malo y la mismo tiempo cobrar un sueldo.
El argumento (iv) es, en cambio, al menos inverosímil. Sostener que la
organización general de la economía a partir de la autorización del lucro (y,
con ello, del capital) es generalmente disfuncional, es al menos poco
convincente. Eso no quiere decir que sea traspasable a (v). En un área en que
el desarrollo de la actividad no depende de maximización de la producción, sino
del desarrollo de actividades intelectuales, no es evidente que permitir el
ingreso de capital ayude en algo. Al contrario, pueden tender a distraer tanto
los recursos como la organización de la actividad a la generación de ingresos
sobre costos. Las universidades privadas en Chile lo demuestran: todas las
buenas universidades privadas (PUC, PUCV, UAI, UDP, Los Andes) no tienen fines
de lucro, las malas universidades tienden a tenerlo.
La derecha ha tendido a defender la organización
lucrativa de la educación, sosteniendo que Chile no puede permitirse entregar
servicios públicos con estándares desarrollados. Si el argumento es cierto,
entonces mucho menos puede permitirse utilizar los pocos recursos que tiene
para la educación, en generar utilidades para inversionistas.
(*) Abogado, Universidad de Chile. Profesor Facultad de Derecho
Universidad Adolfo Ibáñez.
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