jueves, 18 de abril de 2013

Algunas reflexiones relacionadas con la destitución del ministro.


Por Rodrigo Campero T.
Abogado U. de Chile.

La destitución de Harald Beyer el 17 de abril de 2013, producto de la aprobación de la Acusación Constitucional por parte del Senado en la misma fecha, entrega numerosos aspectos sobre los cuales analizar y reflexionar.

Ello, debido a que la destitución del ministro simboliza más que ese hecho político en sí mismo. La destitución puede ser considerada como representativa de muchos aspectos relevantes que han dominado el debate público durante los últimos dos años y fracción.

Analizar todas las implicancias de este hecho, de manera ordenada y concatenada, sería muy pretencioso e imposible de realizar en tan solo una columna. No obstante ello, existen varias conclusiones que -creo- pueden extraerse apresuradamente, en unas pocas líneas.

No basta con “ser el mejor” para gobernar. Será casualidad o no, pero desde que la derecha se instaló en el poder, el clima político se ha polarizado de manera progresiva. Es cierto, durante los gobiernos de la Concertación siempre existió un nivel de polarización (sobre todo en los comienzos de éstos y mientras Pinochet fue un actor relevante), pero durante los gobiernos de Lagos y Bachelet esa polarización se había atenuado. Parecía que había consenso en los temas centrales y las protestas se reducían a temas sectoriales  (a veces los jubilados, a veces los portuarios, a veces los escolares y los universitarios).

En cambio, a partir del 2010 y sobre todo del 2011, se ha instalado un clima bipolar y a ratos muy poco tolerante (es cosa de ver las redes sociales), probablemente debido a que han comenzado a surgir una oposición no al gobierno de turno, sino que al “modelo” en su conjunto.

Esa oposición, hay que admitirlo, tiene su origen en parte al discurso triunfalista de la derecha, que ninguneó a sus adversarios desde el primer día y quiso darle entender a todo el mundo que puesto que “los incompetentes” se fueron, ahora venía lo bueno. Craso error, porque como todos sabemos desde nuestra infancia, a nadie le gustan los “sabelotodos”.

La derecha creyó que tan solo apelando al discurso de la “gestión” iba a conducir exitosamente su gobierno, y vaya que se equivocó. A partir de ahora quedará claro para siempre, no basta con haber tenido éxito en el retail, la banca o en el sector financiero (coincidentemente los sectores que concentran más reclamos), porque al final del día gobernar un país no es tan solo manejar con solvencia una “Carta Gantt”, sino que lidiar con numerosas expectativas, presiones e intereses.

El vilipendiado lucro. A partir de las movilizaciones estudiantiles, la palabra “lucro” pasó a ser un concepto prohibido. Nadie quiere asociarse a él. El lucro pasó a ser sinónimo de abusos, usura, letra chica y aprovechamiento. Sobre todo en materia de educación, donde mucha gente puede sentirse legítimamente abusada por parte de universidades de mentira (todos saben cuales son), de pésimo prestigio, caros aranceles y pesados intereses.

Sin embargo, como suele ocurrir, el slogan termina por sobrepasar a la evidencia real y mucha gente -de buena o mala fe- termina creyendo que “eliminando” una persona, como el ministro Beyer, implicará acabar con el problema por arte de magia. Ello no solo es injusto -porque instrumentalizar a una persona siempre será un acto inmoral-, sino que falso. Falso, porque es obvio que el lucro en la educación no quedará desterrado sólo por la salida del ministro (¿acaso hoy 18 de abril de 2013 se acabó el lucro en la educación?), y porque no se puede borrar por decreto una de las pulsiones o inclinaciones más fuertes de las personas, que es el ánimo de obtener utilidad. Creer que ellos son malos porque lucran, y nosotros somos buenos porque no lo hacemos, es tanto mentira como hipocresía. A todos nos gusta ganar. El tema es a que costo.

La conciencia por delante. ¿Cuántos parlamentarios habrán estado en contra de la acusación en su fuero interno, pero la votaron favorablemente? No es difícil pensar que pueden haber sido varios, sobre todo si consideramos que acá estábamos en frente un caso difícil. Así, la decisión del senador P. Walker, de votar en contra de la destitución y contradiciendo la opinión de todo su conglomerado político y exponiéndose a la severa censura de “la calle”, resulta tremendamente valiente. Porque para ir en contra de la mayoría, hay que ser muy honesto consigo mismo, y vaya que eso cuesta en una época donde lo cool es seguir a la mayoría y no perder seguidores en Twitter. Lo mismo ocurre por la decisión de Beyer de no renunciar. Si bien esa decisión puede interpretarse como una operación de victimización (puede haber algo de ello), el hecho de no renunciar, perdiendo con ello la opción de obtener una ganancia (evitar la condena), constituye un tremendo acto de consecuencia con las propias convicciones, prefiriendo en su lugar “beber la cicuta” en nombre de lo que consideraba justo. El gesto de ambos, el de rebelarse ante lo que ellos consideraban una injusticia, es una completa rareza en nuestros tiempos y, a mi juicio, tremendamente admirable. 

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